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30 de octubre de 2021

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Irene Alcántara era una bruja buena —la Elegida del Sol y las Estrellas, la Salvadora de los Mundos y un largo etcétera de títulos pomposos inútiles— y, además, hablaba todos los días, siempre puntual, con la señora Gertrudis Adelaida de Todos los Santiago. Aunque en realidad sus conversaciones eran más bien monólogos, donde se quejaba por todo y por todos sin escatimar en saliva.

Ni en gestos.

Esa tarde no fue la excepción.

Después de un entrenamiento muy duro, en el que acabó con todo el cuerpo dolorido y con la cabeza a punto de estallar, recogió sus pertenencias y se plantó en el cementerio. Eran las seis y media de la tarde, pronto anochecería. Pero no importaba. Estar allí, en el cementerio, era como estar en todas las épocas a la vez y, al mismo tiempo, en ninguna; lo antiguo y lo moderno (si es que se podían usar esas etiquetas tan huecas) coexistían en paz, igual que los espíritus y la naturaleza.

Casi podía sentir su presencia, si cerraba los ojos.

En cuanto localizó la lápida de la señora Gertrudis (cerca de la entrada, a mano derecha y detrás de una estatua demasiado llamativa para su gusto), se puso a despotricar de lo lindo contra sus instructoras, su madre y el resto de sus compañeras. Lo hizo casi sin respirar y terminó sentada en el suelo con la cabeza entre las piernas, aguantándose las ganas de gritar.

O de llorar.

O de ambas cosas.

—Estoy hasta el mismísimo... —se quejó, abrazándose las piernas con más fuerza—. No sé qué hacer para que escuchen, señora Gertrudis. No soy perfecta. Ni así me reviente en cada simulación. No va a pasar. Se han equivocado conmigo. Todos se han equivocado conmigo.

Estaba empezando a refrescar.

Por suerte, había sido previsora. A pesar de las prisas, se había colgado una sudadera en la cintura nada más terminar el entrenamiento. Con torpeza, porque seguía con el culo en el suelo y no pensaba levantarse pronto, deshizo el nudo y se la puso por encima de la camiseta. «Ahora sí, mucho mejor». Se recogió el pelo como pudo (estaba hasta las narices de intentar peinarse esos rizos de pacotilla) y se cubrió con la capucha.

Así, sí.

Le reconfortaba estar allí, oculta entre las lápidas, protegida por los espíritus que vagaban entre ese mundo y el otro lado y observada por la Madre Naturaleza. A Irene casi le pareció ver a los dos señores de las lápidas gemelas pasear cerca de los nichos. Muy cerca. Tomados de las manos. Por eso no se percató del cambio, de ese pequeño chasquido que recorrió todo el cementerio y alteró a los pajarillos que dormitaban en sus escondrijos, porque de nuevo tenía la cabeza en otra parte. En otras vidas. En otras posibilidades. En otros tiempos.

Porque no estaba prestando atención, porque, por primera vez en muchas horas, estaba en paz. Al menos así fue hasta que escuchó a alguien detrás.

No fue capaz de reaccionar.

—Dime una cosa, querida, ¿la conoces? —Era ella, podía reconocer ese tono meloso y pérfido en cualquier parte. Era la mano derecha de la Oscura. Era su archienemiga. Era sombras y maldad—. Porque, sinceramente, me preocupas. Estás hablando con tierra y gusanos. Das mal rollo.

No podía ser ella.

No podía tener tanta mala suerte.

—¿Aceptarías un consejito de alguien que lleva mucho tiempo en este mundillo?

A la villana de la que me enamoréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora