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16 de mayo de 2022

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Por fin se había librado de sus guardaespaldas.

Después de su escapada tras la batalla de los jardines del Alcázar, su madre y su instructora Marta decidieron aislarla por su bien hasta nuevo aviso. Nada de salidas. Nada de redes sociales. Nada de nada. Aunque al principio Irene se lo tomó a cachondeo, porque eran unas exageradas, enseguida supo que no era así. Solo necesitó unos días para comprobarlo. No pudo salir de casa las primeras semanas y después, cuando se le permitió abandonar las protecciones del aquelarre, no pudo hacer nada sin dos guardianas pegadas a su culo. Literalmente.

Fue duro.

Fue un horror con mayúsculas.

Esa mañana ya tuvo suficiente. Saltaron las alarmas justo al finalizar su clase de meditación. Los rumores no tardaron mucho en extenderse. En menos de quince minutos, Irene tenía la cabeza hecha un bombo y mil teorías descabelladas en la punta de la lengua. Por lo que había podido escuchar, habían pillado desprevenidas a un grupo de rebeldes y habían conseguido atrapar a dos o tres con las manos en la masa. No sabía muy bien qué estaban haciendo, pero tampoco importaba. Interrogarían a esas brujas y luego las encerrarían en el antiguo edificio para que se pudrieran.

Las cosas estaban muy mal desde el último incidente. Con la Suma Sacerdotisa recuperándose a duras penas, no tendrían piedad. Por lo menos Vanesa, su pareja y segunda al mando, no se amedrentaba por nada. Esa mujer estaba hasta las narices de todo, no pensaba con claridad.

Solo veía dolor, sangre y venganza.

Irene tampoco sabía cómo reaccionaría ella, si estuviera en sus mismas circunstancias. No obstante, no había tiempo para pensar en situaciones hipotéticas, cualquiera de esas brujas podría ser Kristeva. No iba a quedarse de brazos cruzados.

Por eso se había escaqueado de su siguiente clase. Ni siquiera se había parado a cambiarse, tampoco se había preocupado por coger un poco de dinero. Salió corriendo y no miró atrás. Tardó cuarenta y cinco minutos en plantarse en el cementerio, quince en poder recuperarse medianamente y gritar el nombre de Kristeva a pleno pulmón. Había caído rendida tres minutos después, de rodillas frente a la lápida de la señora Gertrudis y con el corazón en un puño, quitándole el aire.

No podía respirar.

No podía pensar. Estaba reventada.

—Por favor, por favor, por favor...

Nada podría tranquilizar sus nervios.

Por un momento le pareció sentir la caricia de un espíritu.

Era cierto que llevaba semanas sin aparecer por el cementerio, existía la posibilidad de que Kristeva hubiera entendido la indirecta y se hubiera rendido. O se hubiera cansado. Pero había una parte de ella, una que se enredaba en su garganta y le quitaba el aliento, que le decía que Kristeva estaba en las garras del aquelarre, que estaba siendo torturada por las suyas o que estaba encadenada en un sótano maloliente sin luz ni agua.

Cerró los ojos y respiró hondo.

Tenía que tranquilizarse.

Estaba hasta el coño de todo.

—No puedo más —le confesó a la señora Gertrudis, a cualquiera que estuviera allí para escucharla; se sorbió los mocos y se limpió las lágrimas como pudo—. Me rindo, que se maten entre ellas...

—¡Pero bueno, dichosos sean mis ojos! ¿Quién se te ha muerto, niña?

Irene se quedó congelada en el sitio.

A la villana de la que me enamoréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora