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28 de noviembre de 2022

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—Hay cosas que nunca cambian, tú sigues dando mal rollo hablando con una lápida.

Exageraba, por supuesto.

Las dos sabían muy bien que no estaban solas allí.

Muchísimas cosas habían pasado en esos últimos meses. Ninguna buena. Se había desatado la guerra entre los aquelarres y la luz había salido victoriosa tan solo unos días más tarde. Ayudó que la Oscura hubiera desaparecido a la primera de cambio, en cuanto obtuvo lo que había estado buscando desde el principio. Qué estúpidas fueron al creer en sus discursos de tres al cuarto. Nunca quiso un cambio de verdad, guiar a la nueva generación de brujas a una nueva etapa, sino tener la oportunidad de robar los Grimorios del Conocimiento Sagrado. Desde hacía generaciones, su aquelarre estaba a cargo de su protección. Habían fallado. Ahora la Oscura estaba en busca y captura por sus crímenes, pero sobre todo por arrebatarle a las brujas su fuente eterna de conocimiento. Era peor que la traición, había cometido un delito imperdonable. Aunque la gente creía que volvería a por las suyas, Irene lo dudaba seriamente.

La Oscura no era ninguna idiota.

Tenía lo que quería, ¿qué se le había perdido en Andalucía?

—Tú sí que no cambias —dijo Irene, todavía con la mirada puesta en la lápida y con el corazón encogido. Hacía semanas que no escuchaba su voz, quería alargar ese instante lo máximo posible. Quería detener el tiempo para siempre—. Sigues apareciendo sin avisar.

Era mentira.

Kristeva le había dejado un mensaje la semana anterior, una rosa negra junto a la tumba de la señora Gertrudis. Una promesa. Un recordatorio. Un salto al vacío. Irene solo tuvo que acariciar sus pétalos, beber de su aroma y de su delicadeza para saber lo que significaba.

Era una cita.

Era el principio.

—¿Qué puedo decir? Así soy yo —se rio Kristeva y tomó asiento a su lado—. Veo que todo parece ir muy bien por aquí, ¿o me equivoco?

Se equivocaba.

Las cosas no estaban bien, no lo estarían en un futuro cercano.

—Podría ser peor —respondió Irene sin más. No estaban allí para hablar del trato injusto a las prisioneras, de las recompensas abusivas y de las medidas de seguridad exageradas. No tenía ganas de cabrearse aún más—. ¿Y tú? ¿Por dónde andas?

—Por ahí.

—Ajá.

Era absurdo molestarse por eso. Kristeva tenía que protegerse, su cabeza tenía un precio alto. Bastante arriesgaba con aparecer por allí. Pero, aun así, una parte de Irene, una no tan minúscula, estaba decepcionada y pataleaba como una cría a quien le habían prohibido quedarse hasta tarde con la consola nueva. Era cierto que quería conocer su paradero, saber si se refugiaba en un sitio cálido o húmedo, si vivía en una ciudad o en un pueblo, si era en España o a miles de kilómetros de distancia, pero no quería ponerla en peligro.

Kristeva tuvo que darse cuenta, porque le dio un codazo.

—Escucho los engranajes de tu cabeza funcionando a toda leche desde aquí, querida. ¿Qué te pasa?

Irene se sonrojó hasta la punta de las orejas.

—Nada.

Kristeva entrecerró los ojos en su dirección.

A la villana de la que me enamoréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora