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28 de febrero de 2022

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Mientras el aquelarre celebraba la victoria agridulce de los jardines del Alcázar, Irene prefería ir a lamerse las heridas al cementerio.

Para ella no había nada digno que celebrar, no había sido una batalla por la libertad y la Madre Naturaleza, sino una donde las brujas habían olvidado quiénes eran y utilizado todo lo que tenían para detener al bando enemigo, sin importarles las consecuencias de sus actos ni los civiles que estuvieran en medio. Nada. Irene no se sentía a gusto consigo misma, con el papel que le había tocado desempeñar esa tarde y con la fiesta que vino después. En cuanto tuvo la oportunidad, se despistó de su grupo y cogió el bus.

No tenía el cuerpo para tonterías.

Mañana se levantaría con más de un moretón.

Kristeva estaba allí, inmaculada como siempre, pero sin esa sonrisa maliciosa y burlona a la que ya estaba acostumbrada. Era ella sin ser ella. La miraba con duda, como si no estuviera segura de que fuera bienvenida allí. No debería serlo, tampoco era como si se vieran todos los días, como si fueran amigas o tuvieran una relación cordial. No se conocían, no sabían nada real de la otra. Esa tarde, además, la había visto en todo su esplendor, con las sombras y los monstruos a su alrededor, bailando al ritmo de los latidos de su corazón. Irene había visto su mirada; era la de una guerrera, la de alguien que no tenía nada que perder, pero que sabía que el resto sí. Le había dado miedo. Al verla allí, abrazada a la oscuridad, alimentándose de esta, a Irene se le había parado el corazón.

Había recordado de golpe quién era Kristeva y lo que hacía en realidad.

Había sido devastador.

Pero en ese instante, en medio del cementerio, con los espíritus escondidos o acechando entre las lápidas, Irene ya no estaba segura de nada. Ahí no estaba la Mano Derecha de la Oscura, tampoco la Guardiana de la Noche y las Sombras. Estaba la chica con la que a veces fantaseaba, con la que se veía leyendo en el patio de los Naranjos o tomándose de la mano en la calleja de las Flores, mientras inventaban historias absurdas sobre las personas que se perdían por la ciudad, que querían conocerla en unos minutos, abarcarlo y saborearlo todo en segundos; mientras esquivaban, además, con muy poco éxito, los ramilletes de romero.

Era un sueño, una fantasía.

A Irene le dolía hasta el alma.

Pero estaba allí.

Era Kristeva. Solo Kristeva, con una mirada de perrito abandonado que podría ablandar el corazón de cualquier ser vivo o muerto. Era suficiente. Irene dio un paso al frente, todavía con sus deportivas desgastadas, los leggins oscuros y un impermeable arco iris que estaba para que lo jubilaran; se sentía minúscula en comparación con la chica que tenía delante, pero, al mismo tiempo, poderosa, como si dependiera de ella lo que estaba a punto de suceder.

Así era.

«A veces la realidad supera la fantasía, si nos atrevemos a soñar muy fuerte».

Mentira: tendría que salir por patas de allí.

Tendría que atacar con todo lo que le quedaba. Movió los dedos como si nada, como si estuviera tocando una pieza de la que solo ella conocía la partitura. Por un instante, sintió la caricia del viento, correspondiendo sus movimientos. Como una señal. Como una advertencia fugaz. Frunció el ceño. Tal vez eran los espíritus, tal vez la señora Gertrudis dándole ánimos o pidiéndole que se arriesgara.

A la villana de la que me enamoréWhere stories live. Discover now