Capítulo 3

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Fina.

Juro que de haber llevado puestos los tacones en vez de las zapatillas deportivas, hubiese ido agujereando el suelo mientras caminaba hacia donde había quedado con Carmen y Claudia. No podía más con el cabreo que llevaba. ¿Despedirme?, ¿en serio? ¡Qué llevaba cuatro puñeteros días haciendo el tonto para nada! Me había plantado detrás de una mesa de escritorio de una sala semi vacía donde solían realizarse grupos de terapia en la clínica y me había puesto a vender perfumes, cremas y jabones imaginarios en lo que ella veía claramente como una tienda de una fábrica de 1958. ¿Cómo pretendía que vendiera si allí no había nadie? Por no haber, ni siquiera había objetos con los que interactuar más allá de algunos folletos y aquel maldito pisapapeles que tiré sin querer cuando estaba a punto de "vendérselo" como un jabón a la enfermera que, sutilmente, la Doctora Expósito había enviado para echarme una mano. Algo que me explicó después de mi "turno", pues Marta ya le había advertido de su descontento conmigo aquella misma mañana.

Lo cierto es que, al principio, me pareció fascinante poder introducirme así en el mundo que mi mujer había creado en su cabeza. El primer día me hizo un tour por la supuesta fábrica y me quedé boquiabierta con su percepción de las cosas. El dispensario era la consulta de la doctora, por supuesto, pero había más. La tienda estaba en aquella sala de reuniones en las que pasaba la mayoría de sus horas, el despacho del director era el despacho de su padre, Don Damián de la Reina, y el suyo propio estaba en una oficina pequeña que ya solo se usaba como almacén y que ella encontró por casualidad. Los jardines donde a veces salían a coger aire eran el patio central de la fábrica y la sala de estar común, donde más ajetreo había, los almacenes. Paseé por todos aquellos lugares a su lado sin decir mucho. Solo la dejaba hablarme de cada rincón e intentaba meterme en la historia como actriz que soy. Pero por mucho que pusiera de mi parte, era imposible ver lo que ella veía y me frustraba mucho que todo mi esfuerzo no tuviera ni siquiera la recompensa de poder acercarme a hablar con ella un rato. Y eso que aquella mañana había acelerado mi corazón con solo deshacer mi pañuelo del cuello y convertirlo en un enorme lazo que ella creía que pertenecía a la camisa de mi uniforme. Tenerla tan cerca, tan concentrada, hablándome con esa calma y mirándome con esos maravillosos ojos azules, me hizo pensar que hoy sí iba a tener la oportunidad de ir un pasito más allá en aquel teatrillo. Incluso, no pude evitar reírme cuando me advirtió de que no mordía. Ay, si ella supiera lo que me gusta que me muerda...

Pero no, nada cambió, o sí, pero a peor. Porque no solo ella amenazó con echarme, sino que Luz me explicó que mi presencia la alteraba más de la cuenta e insinuó que quizás todo eso de echarme no era más que su subconsciente rechazándome, por lo que, a lo mejor, debería dejar de ir un par de días. Ni le contesté. Recuperé mi bolso de la silla donde lo había colgado y me fui negando con la cabeza. No estaba saliendo como yo esperaba, de acuerdo, pero no me iba a rendir tan pronto.

El cabreo y la impotencia debían de reflejarse en mi cara, porque cuando llegué a la puerta de la tienda de muebles, donde había quedado con las chicas, ambas cambiaron sus sonrisas de bienvenida por caras de preocupación. Y, en otras circunstancias, me hubiera derrumbado nada más verlas, pero no podía ni quería más momentos de compasión, ya había tenido suficientes desde el accidente. Primero, fue aquella maldita llamada, luego, el viaje en coche hasta el hospital sin saber demasiado, después, la noticia del coma, los interminables meses sin que reaccionara, los días en aquella incómoda silla, las noches sin dormir, el agridulce despertar, sus crisis, sus mundos paralelos, mi no existencia, los resultados "normales" de las pruebas, los "no podemos decirle más", las peticiones de paciencia...

No, no podía soportar más palabras de ánimo ni más miradas apenadas por mí. Debía mantener mi entereza y hablarles solo de mi parte enfadada y confundida, mientras me guardaba la tristeza para mí. Ya sabía lo duro que iba a ser cuando se lo pedí a la doctora, por eso no podía dejar que mi padre o mis amigas me vieran sufrir otra vez, porque intentarían convencerme para que lo dejara. Así que, me concentré en actuar lo mejor posible delante de ellas y las convencí de que solo estaba cabreada y que lo iban a entender en cuanto les contara todo, pero que lo haría mientras buscábamos aquella cama que Claudia necesitaba para el nuevo cuarto de su hijo.

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