Destino

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El destino tiene formas curiosas de trabajar, y la mayoría de las veces suele ser una desgraciada perra prepotente que maneja el mundo a su antojo. Entrelazando vidas tan intrincadamente para luego separarlas de forma súbita, dolorosa. Era una completa cabrona.

Y eso, fue algo que Alec únicamente comprendió muchos siglos después; luego de esa tarde en la que toda su existencia cobro sentido.

***

Las cazas eran largas y sangrientas. Alec había tenido razón en cuanto los ataques demoniacos, pues cuando los ángeles empezaron a patrullar los continentes del este, los demonios salieron de las entrañas de la tierra furiosos, enloquecidos; sedientos de sangre y muerte. Largas batallas se libraron en tierras humanas, en las que pueblos enteros eran reducidos cenizas. Las leyendas de los monstruos empezaron a ser murmuradas entre los humanos, quienes empezaban a ser conscientes de los peligros que habitaban en la oscuridad.

Un día, no muy especial a inicios del otoño, Alec y su guarnición se les fue asignada una isla del este: Japón.

La misión encomendada no se trataba de otro patrullaje común. En el transcurso de varios días los ataques demoniacos habían aumentado a niveles alarmantes, miles de vidas humanas se perdían cada día, así que Michael ordenó cacería y exterminio. Y eso fue lo que Alec y sus ángeles hicieron durante semanas.

Hasta ese día.

Había acabado con varios demonios que habían atacado una pequeña embarcación pesquera. Los humanos del barco no sobrevivieron. Cuando los seres se redujeron a cenizas, Alec le prendió fuego a los cuerpos humanos y se alejo sin mirar atrás, internándose en el bosque; ni siquiera se molesto en sacar sus alas, se sentía frustrado, su trabajo era proteger a los humanos, y cada vez quemaba más cuerpos de los que lograba salvar.

Deambulo en la espesura del bosque, ensimismado en sus pensamientos hasta que llego a un claro, y frente emergió un pueblo, a la sombra de un majestuoso palacio, el cual era custodiado por altos muros de piedra.

Alec se quedo estático.

Eso era inusual.

Los ángeles eran capaces de sentir toda vida; las almas humanas brillaban como faros para los ángeles. Pero el no había detectado ese asentamiento humano. Ni un pequeño murmullo o resquicio de el. Una alarma se encendió en su cabeza.

Algo estaba mal.

El no debía estar ahí.

Hubo un instante de increíble silencio, y después el demonio surgió de entre los arboles con un crujido de ramas rotas. El ángel trago saliva, recurriendo a su entrenamiento que se le había inculcado hace siglos para mantener la calma, y levanto la mirada.

El ente era por mucho el más grande que había visto el ángel hasta el momento. Una bestia deforme mitad hiena, mitad lagarto. Su cola se bifurcaba en dos a tres palmos de la base, y en el extremo estaba armado con espinas de casi un metro de largo. Tenía seis ojos: tres a cada lado de la cabeza deforme; cubierto por un enmarañado y asqueroso pelaje negro. Sus patas, dotadas de cuatro dedos, culminaban en unas zarpas agudas y retorcidas que parecían capaces de destrozar cualquier cosa. Se detuvo a dos metros de el, pisando hierbajos resecos, y lo contempló con deleite.

Alec frunció las cejas contrariado; era por mucho una de las bestias más horribles que había visto en su vida, y también la más peligrosa. Recordó vagamente un libro de la biblioteca personal de Metatron, en el cual es escriba hablaba de los diferentes tipos de demonios que existían. A diferencia de sus hermanos, el había leído incontables veces, por lo que no se le dificultó reconocer al monstruo frente a el: un demonio del primer circulo infernal, la elite más mortífera del averno.

El Ángel y la Princesa del Infierno de Rosas (Alexander Lightwood)Where stories live. Discover now