Conociéndola

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Cada día, Alec pensaba en matarla. Cada vez que la niña lo visitaba durante la noche para tratar sus heridas, el pensaba en matarla. El cuchillo escondido bajo su manga palpitaba furioso.

Enemiga. Enemiga. Enemiga. Aquella palabra resonaba en su interior al ritmo de los latidos de su corazón: aquella niña de ojos violeta era su enemiga.

Pero cada vez que estaba dispuesto a deslizar el acero fuera de su manga y terminar con su vida, su corazón dudaba. Era una milésima de segundo, pero era suficiente para seguir tumbado y fingir dormir. Noche tras noche, se debatía en asesinarla, llamar a sus hermanos para que llevaran a cabo la misión y esperar. Esperar... ¿Qué? Alec no estaba seguro, pero siempre ganaba la tercera opción y postergaba lo inevitable.

Seria una mentira afirmar que todo era un plan conscientemente trazado por el moreno para destruir más demonios o para acabar con el creador de ellos. Lo que sí pensó Alec, fue que debía haber algo más. Tenia que haberlo. Alguna razón por la cual el no podía dar el golpe final, quizás algún plan mayor de su Padre. Al final de cuentas era omnipresente, el era el responsable de todos los seres vivos. Si el no hubiera querido que la niña viviera, bien pudo haberla eliminado con un simple pensamiento. Pero ella llevaba una década viva, algo que no debió pasar, pero había ocurrido quizás porque muy en el fondo su Padre así lo quería.

Lo que dejaba la duda: ¿Por qué su Padre dejaría una amenaza tan grande caminar por la Tierra?

Ni idea, pero Alec iba averiguarlo. Por lo que se dio la cuarta opción: conocer a la niña.

Lo intento los primeros días, cuando la fiebre no era tan alta y podía hilar sus pensamientos de manera coherente, trataba hablar con ella, pero sus intentos eran patéticos. En las noches, cada ves que lograba salir de la bruma de sus sueños y se disponía a hablarle, la niña se iba corriendo. En gran parte, era su culpa haber sido un idiota. Así que, mientras fingía dormir empezó a acechar sus movimientos. Al cabo de una semana, ella bajo la guardia y el la atrapo.

La tomo del brazo. La niña saltó, asustada.

-No te vayas...- le dijo.

-Suéltame- dijo ella con voz ronca. Sus ojos violetas brillaban como fuego violeta.

- ¿Por qué?

La niña frunció el ceño molesta. Jalo su brazo lejos de el y se levanto, pero la mano de Alec cogió la falda de mi kimono para evitar que huyera.

- ¿Qué es lo que quieres?-le espeto ella- Fuiste muy claro respecto a no querer hablar conmigo. Sin mal no recuerdo hasta fuiste grosero. Todo un bárbaro.

¿Tan mala impresión le había dado?

- ¿Entonces porque me ayudas si he sido un bárbaro?- le pregunto.

-Necesitabas ayuda-ella se cruzo de brazos con esa mirada obstinada de siempre- No suelo dejar a los desvalidos solos.

La miro divertido.

-Así que eso me consideras...- Sonrió - ¿Un desvalido?

Ella callo, aun intentando desprenderse de su mano, parecía un conejito asustado. Alec volvió a sonreír.

-No te dejare ir hasta que me digas tu nombre.

La niña callo obstinadamente.

-Eres muy joven- Suspiro, sabia que no lograría que ella hablara de ese modo, así que soltó el kimono- ¿Cuál es tu edad? No tendrás más de ocho o siete años.

Ella lo miro ofendida.

-Ya he cumplido nueve años, muchas niñas de la aldea suelen estar prometidas a mi edad.

El Ángel y la Princesa del Infierno de Rosas (Alexander Lightwood)Where stories live. Discover now