Prefacio

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Siempre me jacté de ser demasiado racional, demasiado perfecta y educada. De nunca perder el control o crear problemas. De ser una chica ideal, impoluta. Intentaba atenerme a las tradiciones de mi familia, alegando que nunca cometería un crimen impulsivo y sangriento solo porque tenía el poder de hacerlo. Pero ahora que observaba el cuerpo pálido de mi compañero de universidad, con sus ojos aún abiertos, llenos de pánico, me pregunté si no había estado fingiendo demasiado.

Suspiré y me quedé ahí, parada junto a mi auto, pensando qué hacer para resolver el problema sin que mi hermano, o mis tíos o mi abuelo tuviesen que pagar mis platos rotos. Nunca creí estar en una situación similar, más cuando había perjurado que yo no era para nada sanguinaria.

Me apoyé contra el capo e hice una mueca. No estaba en realidad arrepentida como pensé que debería estarlo. No sabía qué pasaba conmigo. Debería sentirme pésimo, pero no era así. Siempre había valorado la vida humana más que nadie en mi clan, porque me parecía más a ellos de lo que jamás me parecería a los de mi sangre, pero no había nada que pudiese valorar en Gian Bettencourt. Había cruzado un límite, me había amenazado. Jugó con mi paciencia por meses hasta que yo reventé con ella. 

Seguí mirando su cuerpo por varios minutos más, tapándome la boca con la mano y devanándome los sesos, pensando en cómo mi hermano se me burlaría por haber sido tan fácil de provocar, justamente como él. ¿Cómo pude dejar que un tipo imbécil como este me convirtiera en una asesina? ¿Qué dirían todos de mí en casa?

Definitivamente, ninguno tenía que enterarse. Tenía que encontrar una forma de resolver eso y que nadie viera mi fallo. No quería decepcionarlos, no quería que supieran que al final no era tan perfecta. No quería que me compararan con mi hermano y me dijeran que al final daba los mismos problemas que él. No, mi orgullo jamás lo permitiría. 

Pero, a pesar de lo orgullosa que era, sí tenía que admitirme a mí misma que no sabía qué demonios hacer con ese cuerpo. 

—Vaya, vaya, conejita —susurró una voz que apenas conocía desde hacia unas semanas. Primero, sentí como se me erizaba la piel ante su presencia, tan oscura. Después, se me revolvió el estómago al pensar qué era lo que él diría también de mi—. Tienes dientes.

Mørk Hodeskalle apareció junto a mi auto, como si se hubiese solo deslizado desde las sombras hasta esa parte tan abandonada y alejada del estacionamiento de la universidad. La brisa del mar, a más de cien metros de distancia, le despeinó el cabello oscuro, pero no le arrancó de la cara la máscara de calavera que llevaba todo el santo día y cada maldita noche.

—No te burles de mi —repliqué, mostrándole lo irritada que me ponía—. ¿Qué haces aquí? ¿Estás siguiéndome?

Skalle se acercó lentamente al cuerpo de Gian. Le corrió el rostro con la punta de su bota de cuero.

—Por supuesto que sí —respondió, con su tono condescendiente e irritante que usaba conmigo. Me sorprendió que lo admitiera tan pronto, pero, un instante después, me enojé aún más—. Por desgracia, le debía un favor enorme a tu abuelo.

—¿Y te pidió que fueses mi niñera? —gruñí, cruzándome de brazos. Gian muerto en la grava era un ejemplo de que podía cuidarme muy bien sola, no necesitaba la asistencia de nadie.

—Si quieres llamarlo así... —murmuró Skalle, girándose hacia mí. Esbozó una sonrisa encantadora y enorme que no entendí durante un momento. Sus colmillos blancos brillaron bajo la luz de la luna—. Y es evidente que tu abuelo te subestima. Al menos un poco.

Fruncí el ceño. Había varias razones por las cuales Skalle no me caía bien, pero acababa de sumar una a la lista: El que estuviese disfrutando del asesinato que llevé a cabo. Yo no podía entenderle lo divertido. Al fin y al cabo, aunque no sintiese pena por Gian, estaba en problemas también con la ley humana.

—Ya puedes irte —tercí, rechinando los dientes.

—Yo creo que necesitas ayuda —respondió él, ladeando la cabeza—. Si no, no llevarías treinta minutos mirando la cara de este inútil así, tratando de barajar dónde vas a tirarlo.

Traté de sonreírle también, pero me salió tan tirante y forzada que él se rio de mí.

—No es de tu incumbencia. Como puedes ver, puedo defenderme sola y arreglar mis propios problemas —añadí, estirando la mano para señalar a Gian.

Skalle ni siquiera se giró a verlo de nuevo.

—Te falta experiencia, conejita. ¿Por qué no le dices a tu abuelo que te ayude a limpiar este desastre? —Señaló a nuestro alrededor. Bajo Gian había una gran mancha de sangre, que apestaba el ambiente y mi nariz.

Eso sería difícil de ocultar, aunque tirara el cuerpo de Gian al océano. Además, estaba su auto, a pocos metros del mío. Si los forenses analizaban las huellas de los neumáticos y mis propias huellas, mi abuelo tendría más cosas con las que lidiar que simplemente deshacerse de ellas.

Y, sin embargo, sabiendo que estaba jodida, no quería decírselo. No quería dejar en evidencia que habían fallado en criarme, que no era tan elegante, humilde y digna de llevar el apellido de mi clan.

—Podría hacerlo por ti —dijo Skalle, interrumpiendo mis pensamientos y mi cháchara llena de culpabilidad y vergüenza.

Dirigí mis ojos hacia su rostro, hacia lo poco que podía ver debajo de la máscara de calavera: hacia su mandíbula cuadrada y sus colmillos filosos.

—¿Perdona? —inquirí, con una nota aguda.

—Yo puedo limpiar esto por ti —repitió Skalle, lentamente, como si temiera que, si lo decía muy rápido, no pudiese comprenderlo—. Por un módico favor.

Me quedé en silencio. Él era el vampiro más peligroso que conocía. Los mitos que llevaban su nombre desde hacía miles de años siempre me hicieron temerle. Incluso ahora, su tono bajo y oscuro podía ponerme la piel de gallina. La forma en la que serpenteaba en la oscuridad me hacía sentir que estaba en una pesadilla. La manera en la que sus ojos azules me observaban a través de la máscara me ponía las piernas de gelatina. La sonrisa que tiraba de sus labios, saboreando el favor que estaba a punto de pedir, me secaba la boca.

En mi mundo, los favores eran inmutables e intraspasables. Eran compromisos eternos, signos de fidelidad o compañerismo. Por eso él estaba ahí en primer lugar, porque le debía algo a mi abuelo y le tocaba pagárselo vigilándome, si no, en ningún sueño posible Mørk Hodeskalle estaría pisándome los talones.

Yo nunca había tomado un favor. Me instruyeron toda mi vida para no deberle nada a nadie y sabía que podía ser más que peligroso. Y, aún así, me encontré considerándolo, porque Skalle tenía experiencia siendo un asesino. Si alguien podía limpiar mis errores como si nunca hubiesen ocurrido, era él.

—¿Qué favor? —pregunté, tratando de poner mi voz firme, decidida. Segura. Podía dejarlo en el aire, como lo había hecho mi abuelo por mil años, pero no quería darle la sensación de que podía jugar conmigo. Quería que supiera que tenía bien clara la situación.

Sus ojos brillaron y su sonrisa se relajó solo un poco. A mi se me volvió a secar la garganta cuando noté el hoyuelo que se le dibujaba en la inmaculada mejilla de mármol, bajo la barba.

—Sé mía por una noche —contestó, sin quitarme los ojos de encima, de una manera en la que me hizo sentir que, en realidad, ya lo era. 

Hodeskalle [Libro 1 y 2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora