Capítulo 24

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Áureo y yo nos metimos en su cama, bajo la misma cobija. El agotamiento físico y mental no nos permitió hacer nada más que tomarnos de las manos y acurrucarnos uno junto al otro. Flexioné las piernas hacia mi pecho, él mantuvo los brazos encogidos.

La lluvia nos arrulló en mitad del silencio. Ambos mantuvimos los ojos abiertos durante un rato considerable, pero no nos atrevimos a vernos. La tristeza hizo juego con el mal clima dentro de aquella fría y oscura habitación. No dijimos nada.

Me concentré en el sonido de nuestras respiraciones mezcladas con la lluvia, en el aroma a tierra húmeda y a la fragancia de Áureo recorriéndome por todo el cuerpo. Traía puesta la ropa que me prestó, me recostaba en su almohada, me calentaba con las cobijas que olían a él. Como las lavandas, él me relajaba. Aunque no lo suficiente para blanquear mi mente.

Nuestras heridas siguieron ahí, doliendo. Las externas e internas. Mi labio estaba medio reventado y la nariz de Áureo se hinchó y oscureció. Ni siquiera podía recargar bien la mitad del rostro por culpa de eso. Los dos teníamos los ojos inflamados, inyectados en sangre y un párpado que no podíamos abrir bien.

Me torturé viéndolo tan de cerca, pero él también. Por eso decidió quedarse con el rostro y la mirada apuntando al techo. Sus movimientos me hicieron prestarle atención. Noté que tragó saliva para deshacer el nudo de su garganta, parpadeó varias veces para contenerse en vano. La primera lágrima cayó por el lateral de su rostro.

—Áureo... —abrí la boca.

—¿Solo te golpeó? —Me interrumpió.

Analicé su pregunta con poco detenimiento, ya que consideraba obvia la respuesta. Asentí muy por lo ligero, añadiendo que me maldijo cuantas veces pudo. Áureo cerró los ojos por fin, sonriendo a medias y hasta con alivio. Apretó mi mano sin hacer más preguntas.

—Pero no me dejó como a ti —Mi voz se quebró por un instante.

Lo solté para examinarle las heridas. Tomé su barbilla con sutileza para girar su rostro en mi dirección. Él entreabrió los párpados, evadiéndome. Con los dedos le aparté varios rizos rebeldes. Toqué suavemente sus magulladuras. Todavía eran evidentes sus ganas de llorar y su sufrimiento interno.

Más pronto que tarde imité su dolor.

Descansé la palma de mi mano sobre su mejilla, esperando que por fin conectáramos miradas. Intenté acariciarlo con el pulgar para llamar su atención, pero en lugar de eso él me detuvo poniendo su mano sobre la mía. Siguió sonriendo, aunque no pude detenerme mucho en aquella curvatura porque la tierra y la sangre seca de sus uñas equiparó toda mi atención.

—¿No quieres dormir? —preguntó con un ánimo fingido en la voz—. Tenemos todavía varias horas antes de que alguien llegue.

—Solo quiero preguntarte una cosa —admití, girándome también para ver hacia arriba—; ¿por qué permites que Joel te haga todo esto?

Áureo era más alto, tenía buen físico y manos pesadas. Además, Joel no era tan fuerte como alardeaba, solo era violento y tenía a otros que lo protegían. Desde hace tiempo pudo haberse defendido como yo lo hice en la escuela para evitar que el hostigamiento continuara.

—Es mejor que a que me mate —respondió, pasándose un brazo tras la nuca.

Me alcé en mi lugar como pude, ligeramente indignado. Iba a protestar en contra de su argumento sin entender por completo el contexto en el que se encontraba. En el pueblo las cosas funcionaban diferente y siempre olvidaba eso. Los adultos parecían invisibles para sus hijos, arreglaban las cosas con más violencia, tenían fuertes prejuicios sobre buenas soluciones y creían que el tiempo mejoraba todo por sí solo, que eso formaba carácter.

El aroma a lavanda [EN LIBRERÍAS]Where stories live. Discover now