Capítulo 7

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Me pegaba lo más posible a la puerta del auto, muerto de miedo por lo que ocurriría después de que el padre de Áureo me llevara a casa. Traté de mirarlo lo menos posible, pues el hombre imponía y yo era justo lo contrario.

En cuanto el hombre me vio en la sala de su casa, me reconoció. Pero no reveló nada de mí a su hijo, que nos miraba a ambos con mucha confusión. El sujeto, de piel morena, bigote y barba canosas, preguntó qué hacía yo ahí.

El impacto de verlo me enmudeció, por eso Áureo contestó en mi lugar diciendo que me halló perdido en uno de los terrenos que, por lo visto, les pertenecía. Y que decidió ayudarme después de notar que estaba lastimado. La pomada brillosa y las gasas en mi cuerpo confirmaron sus palabras.

—Voy a llevarlo a su casa —dijo con frialdad, mirándonos.

—No sabe dónde es —contestó su hijo con cierta indiferencia.

Yo permanecí encogido de hombros, avergonzado por la situación. Creí que me había librado de un problema grave, pero por mi mala suerte ocurrió justo lo contrario y no tenía posibilidades de huir.

—Yo sí —manifestó con seguridad.

Ladeó la cabeza para indicarme que saliera con él. Me temblaron las manos, tensé los labios y mi respiración se alentó demasiado por culpa de la molesta presión en el pecho. Al final, después de percatarme de que no podría irme a ninguna parte para impedir mi destino, me encaminé a la puerta.

Me abracé el brazo lastimado todo el tiempo, encorvado y callado. Subí a su camioneta vieja mientras me mojaba con la lluvia que continuaba sin parar. El frío regresó a mi cuerpo, mezclado con mis nervios excesivos.

Partimos de su casa rumbo a la mía. Observé todo el tiempo hacia el cristal empañado, sin posibilidades de aprenderme el camino.

—Yo respeto mucho a tu abuelo —habló el hombre tras dos minutos de total silencio—. Es un hombre honrado y trabajador.

Las gotas seguían escurriéndome del cabello, deslizándose por todo mi cuello y rostro. Presté mucha atención a cada una de sus palabras con la esperanza de que en alguna de ellas encontrara mi salvación. Sin embargo, me equivoqué al creer que toda la gente del pueblo sería amistosa conmigo nada más por ser nuevo, joven, güero e ingenuo.

—Pero no creí que su nieto fuera tan pendejo —hizo mucho énfasis en las últimas dos palabras, alzando una de las manos y negando con la cabeza.

Solo entre amigos nos llamábamos así, nunca en serio ni con intenciones de insultarnos. Sonaba muy diferente de boca de un completo desconocido, tanto, que me afectó. Tragué saliva para deshacerme del nudo en la garganta, que también me dolía por el frío y los descuidos de la lluvia.

—Nomás que vea a Don Franco, le voy a contar en dónde andas —amenazó esperando que reaccionara, sin éxito—. ¿Qué no hablas, chamaco?

Me empujó por el brazo lastimado, consiguiendo que chocara con la puerta y me golpeara la cabeza con la ventana. Solo me atreví a quejarme en voz baja, nada más. No le pedí que no me delatara ni quise aclararle cómo se dieron los hechos. Estaba aterrado después de su empujón.

—Disculpe... —susurré, apretando los dientes.

El hombre alzó ambas cejas, girando el volante hacia una de las calles que yo sí identificaba.

—Eso díselo a tu madre —Se rio con ironía—. La pobre de Luisa debe estar bien asustada porque no llegas. Y bien madreado, aparte.

No podía negar que tenía razón.

El aroma a lavanda [EN LIBRERÍAS]Where stories live. Discover now