Epílogo

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Los dos estábamos recostados en el inmenso campo de lavandas, tomados de las manos, mirando hacia el cielo, sonriendo con tranquilidad. El pasto nos acolchonaba bien, las copas agitadas de los árboles hacían música relajante. No había abejas en los matorrales, tampoco serpientes. Joel no existía y el mal tampoco. Solo éramos Franco y yo disfrutando de una increíble e impenetrable tranquilidad.

Tan increíble, que cuando Hugo me despertaba lo maldecía y después lo abrazaba, llorando sobre su hombro. Ya habían pasado cuatro años y todavía no podía superar aquel incidente.

A Franco lo mataron el último día que lo vi. Un disparo en la pierna y dos en el pecho. No había vuelto de la escuela, según su mamá. Y cuando fue a preguntarnos a la casa creyendo que estábamos juntos, fui totalmente honesto con que no tenía ni idea.

Ya estaba anocheciendo cuando la búsqueda comenzó. Con lámparas y linternas del celular recorrimos cuantas calles y rincones del cerro pudimos, yo acompañando a los adultos en todo momento porque había sido el último en verlo.

Tres largas horas bastaron para dar con él. Vi su cuerpo, vi a las lavandas alimentándose con su sangre. Pero en ese momento yo no fui capaz de llorar. El impacto había sido tremendo y profundo, tanto, que mis emociones no supieron cómo reaccionar.

Llamaron a la policía del municipio, esa que funcionaba con los mismos ciudadanos y que en algún momento estuvo por linchar a Franco. Trataron el tema con muy poco tacto, sacando conclusiones y teorías que no solo lastimaron a su madre, sino que me lastimaron a mí.

Uno de ellos dijo que se lo merecía por ser una rata. Otro más comentó que alguien del pueblo se había vengado. El veredicto fue que seguramente un narco se metió al pueblo y le disparó, esto después de escuchar a su mamá diciendo que gente peligrosa los estaba buscando.

Sin embargo, nadie quiso escuchar mi versión, aunque lo intenté. Primero se lo comenté a mi mamá, que era la persona en la que más confiaba. Fríamente me explicó que yo no podía involucrar a los hijos del Consejo sin ninguna prueba ni decir qué tipo de relación teníamos porque si no, también me iban a atacar.

—Aquí yo no estoy seguro —Le comenté tan solo un día después de la muerte de Franco—. Joel también me matará. Ya lo intentó con Hugo, ya mató al hijo de Luisa. Solo le quedo yo.

Ella rompió a llorar, diciendo que no me quería muerto también. Yo lloré con ella, pero no solo para acompañarla en sus temores. Lloré también por haber perdido a Franco y sentir que no podía hacer nada al respecto, ni siquiera obtener justicia.

A Franco lo velaron en la capital. Vinieron por él y su mamá durante la madrugada de su fallecimiento, yo los alcancé después tras recibir la invitación. Tomé las llaves del Chevy y fui solo. Estuve junto a la señora Luisa todo el tiempo. Ella pronto intuyó los motivos del por qué me dolía su pérdida más que al resto, exceptuándola. Perder a un hijo no tenía nombre. Menos perder al único.

Dormí en su casa después del entierro, en una habitación de huéspedes. Más tarde me escabullí a la habitación abandonada de Franco para verlo una última vez, aunque fuera en fotos. Nunca había perdido a alguien de esta forma y dolía como el infierno.

Regresé al pueblo únicamente por mis cosas y mis documentos. Hablé seriamente con mi mamá para explicarle que quería y debía irme porque me sentía en peligro. Le conté que en la ciudad conocía a alguien con quien podría vivir, que allá estudiaría y ganaría dinero por mi cuenta como una persona independiente.

Había trabajado antes, aunque fuera cuidando animales. La ciudad me iba a presentar retos diferentes, pero ninguno que no pudiera superar. Y que, además, podría ir en búsqueda de mi propia felicidad. Ella lo entendió pronto, aunque estuviera herida por dentro y no quisiera dejarme partir.

El aroma a lavanda [EN LIBRERÍAS]Where stories live. Discover now