Capitulo 1, Parte 3

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Decidió subir por la escalera de atrás con la sopa de lentejas y el pan. Subió los chirriantes escalones con el morral clavándose en su espalda, equilibrando la pequeña bandeja con ambas manos. Comió en cuanto abrió la puerta, agachada en la oscuridad de su cuarto, y después se dejó caer sobre el burdo camastro.

Se durmió poco después, furiosa todavía con el hijo del molinero, pero también con algunas dudas sobre sí misma.

A las doce y media de la noche un sonido penetró en sus sueños y la impulsó a levantarse de un salto de la cama. Oyó el ligero crujido de las escaleras fuera de su puerta. Con el ceño fruncido, apartó las pesadas mantas y agarró la navaja que había escondido entre el colchón y la pared. "Debe ser un soldado ebrio", pensó.

Su habitación era apenas lo bastante grande para estar de pie, con el techo en pendiente y el colchón ocupando casi todo el suelo. Si un soldado la arrinconaba allí, no podría defenderse... excepto con la navaja de seis pulgadas que tenía en la mano. Era mejor evitar la situación por completo. Pensó en sus opciones y decidió que el depósito de agua del tejado era su mejor opción. Sería complicado maniobrar para subir hasta allí sujetando algo en la mano, pero Ciardis prefería llevar la navaja en la mano antes que en el cinturón. Agarró el desvencijado taburete que había en un rincón y tiró al suelo la ropa acumulada allí. Se subió en él con la navaja en la mano derecha, alzó el brazo y empujó un panel del techo. Este se soltó y ella lo colocó al lado de la apertura. Se agarró al borde del techo con ambas manos, se izó y volvió a poner el panel en su sitio. En ese momento se hallaba en la pequeña cámara que había entre la habitación y el tejado. Este estaba todo lo aislado que podía estar, pero tenía filtraciones en el invierno. A pesar de las goteras, Ciardis se alegraba en aquel momento de no haber pedido que arreglaran el panel. Le daba claustrofobia pensar en estar encerrada en aquel cuarto alacena sin aire fresco.

Con cuidado de moverse en silencio, agarró la lona que cubría un agujero del tejado que nunca había sido arreglado y aflojó los clavos que la sujetaban. Dejar suelto el panel del techo y poner lona en su lugar tenía muchas desventajas, pero, en aquel caso, la ventaja de escapar de su cuarto las compensaba de sobra.

En cuanto entró por la pequeña apertura, el viento helado la enfrió hasta los huesos, aunque seguía vestida con todas las capas de ropa. Sus dedos empezaban a adormecerse. En un esfuerzo por esquivar el frío, colocó apresuradamente la lona y cerró los puños para meter todo lo posible los dedos en las mangas. Desgraciadamente, aquello no funcionaría durante mucho tiempo, pues tendría que usar las manos en algún momento.

"Debemos estar cerca del punto de congelación", pensó, tiritando. Su pequeña habitación tenía un conjuro de calor para alejar lo peor del frío, pero allí fuera moriría congelada si no tenía cuidado. Ya no oía a nadie en el pasillo, pero aquello no significaba nada. Tomó rápidamente la decisión de caminar por el tejado en dirección a los establos. No era el mejor lugar para dormir, pero era mejor que ser violada, y Robe cuidaría de ella allí.

El tejado empinado tenía picos que se elevaban en el cielo nocturno y surcos que caían en picado para que la nieve acumulada se deslizara más fácilmente al suelo. Eso significaba también que en la base de la pared había muchos montones de nieve y, lo que era aún peor, de hielo. Ciardis maldijo para sí mientras intentaba no perder pie. Sería una ironía que huyera de un soldado ebrio y se aplastara el cerebro en el hielo del suelo.

Cuando llegó al borde más alejado del tejado, descendió por una escalera resbaladiza por el hielo hasta la pasarela que conectaba el segundo piso de la posada con el nivel superior del establo, donde estaban los apartados de los pegasos. Apresuró el paso y no tardó en alcanzar el calor bienvenido del establo. En cuanto entró allí, el polvo de paja atacó su nariz sensible a las alergias y le hizo estornudar. Esas alergias, especialmente en primavera, mezcladas con polvo y caspa, eran una combinación peligrosa. En consecuencia, en cualquier época del año, pero sobre todo en la temporada de más polen, solo se refugiaba en el establo como último recurso.

En aquel momento hizo caso omiso de esa incomodidad y caminó hacia la hilera de apartados donde estaba la zona destinada al encargado del establo. Allí vivía Robe. Era un hombre que le doblaba la edad, pero que poseía la mente de alguien mucho más joven. Amaba a los animales y estos lo amaban a él. Ciardis movió la cabeza, tiritando de frío. Robe poseía una mentalidad simple, pero les servía bien tanto al dueño del establo como a él. Garth había decidido que un hombre con la mitad de la inteligencia de los demás y que disfrutaba como un niño con los animales sería más improbable que se fugara. Daba a Robe casa en los establos, comidas regulares y algunas monedas al mes a cambio de que entrenara y cuidara de los pegasos. En opinión de Robe, era un buen trato: su habilidad con los animales a cambio de un hogar. En opinión de Ciardis, le habían robado un sueldo decente. Pero al mismo tiempo, no quería ni pensar lo que podría ser de él en las calles.

Abrió la puerta, entró en la zona de la oficina, que Robe usaba como su habitación de "cosas bonitas". Estaba medio llena de piedras recogidas por él, camisas que se negaba a usar pero que le gustaba mirar y trozos brillantes de telas clavadas en las paredes. A veces tenía allí potrillos enfermos con cólico. Una vez había conservado allí una cría de leopardo de las nieves durante un mes, incluso le había hecho una pequeña guarida. Ciardis no sabía cómo había conseguido capturar a aquella criatura peligrosa, pues hasta las crías tenían garras que rivalizaban con la navaja que llevaba ella en la mano, y convencido a los pegasos de que guardaran el secreto, pero cuando Garth, el posadero, se enteró, hubo una bronca terrible. Había costado convencer a Robe, pero este había acabado por entregarle la cría al posadero. Garth le había dicho que la iba a enviar a un santuario, pero en realidad se la había vendido a un noble idiota al que le gustaban las mascotas peligrosas.

Ciardis se acercó al rincón donde Robe tenía un diván. Apartó con cuidado un montón de camisas de colores brillantes, se tumbó en el diván y se acurrucó a dormir. Cuando despertó, encontró un bol con gachas de avena en el suelo, cerca de donde le colgaba el brazo. El sol pálido brillaba ya en su cara desde la ventana estrecha. Tomó con una sonrisa la avena, preparada con miel y pasas. Estaba segura de que era lo mismo que comían los pegasos. Solo a Robe se le ocurriría darle eso a una persona y considerarlo una comida adecuada para un humano.

Después de comer y de visitar la caseta de los baños, partió para otro día de trabajo pesado en el lavadero. Mientras caminaba, levantaba a veces el brazo por encima de la cabeza y estiraba los músculos. Cuando llegó al lavadero, vio a una dama de cabello pálido bien cuidado de pie en la oficina de Sarah, discutiendo con esta. Ciardis se detuvo en el pasillo y escuchó la conversación. La mujer agitaba una larga levita de caballero en la mano. La prenda era de un hermoso y vibrante color rojo, como el plumaje de una gallina del crepúsculo en primavera. Ciardis sabía que también era suave como la mantequilla, porque el día anterior había lavado jubones de una tela similar. Oyó que la mujer preguntaba:

—¿Cuánto hará falta? ¿Veinte chelines? ¿Cuarenta?

"¿Cuánto hará falta para qué?", pensó Ciardis. Fuera lo que fuera, aquella mujer estaba ofreciendo dos meses de sueldo por ello.

Sarah negó lentamente con la cabeza.

—No. No puedo darle mi receta.

"¿Receta? ¿De qué están hablando?". Ciardis sabía que no estaría bien que la sorprendieran perdiendo el tiempo en el pasillo, así que miró a su alrededor y se esforzó por parecer atareada moviendo y colocando los montones de ropa apilados contra una de las paredes.

Margaret surgió de pronto de la nada con una mirada de curiosidad, pero Ciardis la apartó rápidamente de la pila de ropa que sorteaba ella. No quería terminar antes de que acabara la conversación en la oficina de Sarah. Margaret se alejó con un resoplido. De la oficina de Sarah llegó la réplica exasperada de la dama.

—Vamos, mujer. Solo la necesito para las prendas rojas. ¿Tanto le cuesta a usted?

Juramento de Crianza (Libro 1 Luz de la Corte en Espanol)Where stories live. Discover now