Capítulo 1: Hola, soy Daniela.

93 18 58
                                    


Es complicado empezar a contar esto que me pasó sin parecer una loca de remate. Así que, vamos poco a poco. Mi nombre es Daniela (hola, Daniela), tengo treinta años y jamás he estado enamorada. Tampoco te pienses que soy santa Teresa de Calcuta. El colchón de mi habitación y dos tablas del somier rotas son la prueba de ello, y mi mejor amiga, jefa y compañera de piso, Lidia, también. La cosa es que mis amoríos nunca me han durado más de un mes. Bueno, uno llegó a alargarse hasta medio año, pero vaya seis meses de mierda. También te digo. Todos esos casi algo me han gustado, me han atraído y me han hecho sentir mariposas, pero no en el estómago, sino un pelín más abajo. Con todos, lo confieso, me he imaginado vestida de blanco, con un ramo de flores calas burdeos entre los brazos y ellos esperándome bajo un arco de margaritas blancas. Soy una romántica, lo sé. El problema es que después de tantos preparativos imaginarios me doy cuenta de que no lloran cuando me ven caminar hacia ellos, o que salen corriendo cuando empieza a sonar Cosquilleo de Diego Ojeda tocada con violines. Y ahí empieza el declive.

Lidia siempre me ha dicho que asfixio a los hombres con mis expectativas, que ellos jamás podrán ser el Loki sarcástico con el que sueño, ni me podrán querer tres mil todo el tiempo. Hasta insinuó que el chico del pan, nuestro Peeta Mellark, es tan irreal como la piel perfecta de las influencers.

—¿Pues sabes lo que te digo? Que si el futuro padre de mis hijos no es así, no lo quiero —le dije mientras echábamos la persiana a la peluquería, hace mucho tiempo.

¿Por qué me tenía que conformar con un Homer Simpson? ¿Tú eso lo ves normal? Porque yo no, vamos, y mi tía abuela Rosa tampoco. Ella era una mujer extravagante, de las que se compran la ropa en desigual y le gusta la prenda más fea y colorida de la tienda; y también era un poco brujilla. La decoración de su pisito de soltera respeta las reglas del feng shui y es muy colorido. El suelo del apartamento es de falso parqué, las puertas blancas y las ventanas del mismo marrón marfil que el suelo. Los azulejos del baño son verdes con destellos rosáceos, igual que los de la cocina. En el salón, en la pared de detrás del sofá, tiene el mismo papel pintado que su dormitorio, la pared que pega al cabecero, de mandalas rosas con hojas verdes. Todo un cuadro, pero de los que impresionan. Aunque no tanto como la tercera habitación, contando la suya propia y la de invitados, a la que nunca dejaba entrar a nadie sin su compañía. Es la estancia más pequeña de la casa, y su lugar favorito. Allí hay montado todo un altar para sus creencias: una estantería verde hierva para sus libros de brujería (que si tarot, uso de las velas, la luna y el sol, péndulos, piedras...y todo eso de lo que no tengo ni idea), una pequeña mesa redonda de madera con un mantel de flores rosas y verdes, una vidriera verde pálido llena de piedras rosas, péndulos y velas, un cuadro de croquet rosa que había tejido ella misma con el nombre de su horóscopo (tauro) y su constelación y, como no podía faltar, en cada rincón libre, sus queridas plantas de oreja de elefante rosa y verde. ¿Cuántas veces he repetido rosa y verde? Demasiadas para mi gusto. La cuestión es, que me he desviado un poco del tema, que ella me entendía.

—No te conformes. Tú pide por esa boquita, pero ten en cuenta que tienes que estar dispuesta a dar aquello que exiges. —Echó mano a su collar de cuarzo rosa con forma de corazón y me sonrió.

Por supuesto que estaba y estoy dispuesta a dar aquello que busco en una relación, pero es que aquellos casi algo no me daban tiempo a demostrárselo. Porque después del ghosting post polvo, querer que me convierta en otra persona, tratarme como un complemento molesto en su día a día y no como una compañera de vida; no saber mantener el interés latente, no verse queriéndome, criticar mis gustos por el placer de sentirse superior, intentar censurar mi forma de ver la vida, echarme la culpa de los errores que él cometía o ser más fríos que el hielo, el novio se daba a la fuga y la novia despertaba del sueño.

—Ay, mi Daniela, qué mal ojo tienes con los hombres. No entiendo por qué te va tan mal en el amor, si eres un primor de niña —dijo, dos meses antes de mi momento canónico, cuando llegué a casa llorando por mi último batacazo amoroso. Me limpió las lágrimas y, después, dio un sorbo a una de sus tazas de té de porcelana. ¿Adivinas de qué color?

Yo tampoco sabía porque me iba tan mal en el amor, era incapaz de ver en qué estaba fallando. Pero, una vez más, la tía abuela Rosa me echó una mano. Una inesperada y rocambolesca. 

Un viaje al centro de mis latidos ©Where stories live. Discover now