Capítulo 2: La herencia de la tía abuela Rosa.

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Mi madre me llamó al móvil a las doce de la mañana, pero yo estaba echando unas balayage e ignoré la vibración del bolsillo de mi bata. Lidia me miró de reojo, se acercó a mí y me susurró que ella podía terminar por mí las mechas, que estaba ultimando el corte de caballero del chico rubio y simpático que viene religiosamente un jueves al mes. Me negué como buena profesional que soy, hasta que el teléfono de la peluquería sonó. Me disculpé con la mujer que estaba atendiendo, puse la brocha en el cuenco de la decoloración y me quité los guantes. Lidia me relevó inmediatamente, y el chico dejó el dinero del corte en el mostrador.

—Muchas gracias, Isaac —le despedí antes de descolgar.

La sonrisa del rubio flotó en el aire durante unos segundos, hasta que el primer sollozo de mi madre la estampó contra el suelo. La tía abuela Rosa había muerto. El vecino escuchó un fuerte golpe desde el otro lado de la pared y fue corriendo a casa de mi tía para ver si estaba bien. Como no le abría la puerta, llamó por teléfono a mi madre, preocupado. Ella la llamó tanto al fijo como al móvil hasta que se hartó de que saltara el buzón de voz. Recogió los bártulos del portal para el que trabaja, avisó al presidente de la comunidad vía WhatsApp de que tenía una urgencia familiar y salió pitando de allí. Al abrir la puerta de casa de la tía Rosa, la encontró tirada en la entrada, boca arriba, pálida, con los ojos abiertos, los labios cianóticos y la boca torcida. Le había dado un infarto y no le dio tiempo de buscar ayuda. Te preguntarás que por qué no llamó a urgencias. Pues no lo sé, supongo que no supo reaccionar de forma lógica tras noventa y dos años de puro raciocinio.

Lloré delante de Lidia, y de la clienta. Ambas me miraban, descolocadas, y yo solo podía sujetar el teléfono. Tardé unos minutos en reaccionar, incluso después de que mi madre me colgara. No sé cómo dije en voz alta que Rosa había muerto, si no paraba de pensar en la pamela rosa que le había comprado para su cumpleaños, en Shein, y que ya no iba a disfrutar. Íbamos a ir conjuntadas a la playa ese año, ya que el anterior se enamoró de la mía, que es del color del mimbre, y decía que me sentaba como a las superestrellas.

Lidia me dio el día libre y me dijo que no me preocupara por volver al trabajo, que ella podría apañárselas los días que hicieran falta. En el hospital solo pude ver a mi tía a través de un cristal antes de que la trasladaran al tanatorio. La sala donde la velamos era tan blanca que cegaba y, aunque estaba el aire puesto y era primavera, hacía frío. La primera vez que me acerqué al ataúd para despedirme de ella, solo me salía llorar. La tercera vez que me obligué a estar cerca de esa caja de madera sosa y fría, que poco tenía que ver con ella, agrupé la poca fuerza de voluntad que tenía y le susurré:

—Si levantaras cabeza y vieras este lugar te morías de nuevo. Es tan monocromático que parece que lo haya decorado yo.

Dibujé una sonrisa triste que me supo a la sal de mis lágrimas. Tía Rosa siempre andaba detrás mía para que añadiera colores a mi armario, porque odiaba que todas mis prendas fueran negras o burdeos.

—Tienes que ser más impredecible y atrevida, Daniela —me decía con los brazos en jarras cuando venía a verme a casa.

—Para eso ya estás tú, guapa —le respondía con un guiño picarón.

Era impresionante como a su edad se hacía el eyeliner con sombra verde y le quedaba mejor que a mí, como se perfilaba los labios de rosa (un imprescindible para ella antes de salir de casa). En ese momento, sin embargo, no parecía ella. Le falta color en la cara, incluso su ropa parecía apagada. Intenté remediarlo pidiendo a la floristería más cercana las flores más rosas que tuviera y el papel verde más bonito que existiera. Me llevé dos ramos, que ya es algo. Mi madre me abrazó cuando me vio entrar con las manos llenas. Lloramos abrazadas.

Después de todo lo que sigue a la muerte: recibir el pésame de conocidos y no tan conocidos, las llamadas incómodas que empiezan con un lo siento y siguen con un cómo estás, organizar el entierro y poner en orden el papeleo oportuno, llegó el día de leer el testamento. El estirado que nos recibió llevaba unas gafas de ver anticuadísimas, de esas que cuando les da el sol a los cristales se tiñen, un traje azul marino, una corbata roja con lunares azules y una camisa blanca con más lavados y años que yo.

—¿Familiares de Rosa Rodríguez Silas? —preguntó con desinterés.

Miré al tipo con cara de no tener el chichi para farolillos, pero mi madre, que es una señora, respondió con educación. El notario nos pasó a una habitación llena de cuadros, de esos que tienen los ricos en sus casas y son más feos que un frigorífico por detrás, y nos sentamos alrededor de una mesa grande. Acto seguido, sacó una caja de no sé dónde y, de ella, un papel escrito por la tía Rosa. Lloré nada más ver su caligrafía daleada y fina, tanto que se me corrió el rímel. ¿Quién me manda maquillarme para disimular lo zombi si al final acabé con la misma cara que la niña del pozo pero con ríos de rímel waterproof bajo los ojos?

Al volver a casa estaba sola, Lidia seguía en la peluquería, y era un piso y un reloj de bolsillo más rica. Le pedí a mi madre que se quedara de forma temporal con las llaves, que no estaba preparada para tenerlas, pero el reloj sí me lo llevé. Venía en una cajita verde pastel con un lazo rosa fucsia. Al abrirla, bajo las sábanas de  mi cama, un trocito de papel me calló en el pecho. "Para mi Daniela, que debe aprender de sus fallos como yo no lo hice de los míos."

Entrecerré los ojos, confusa. Le di la vuelta a la esfera dorada, que estaba descascarillada y olía a óxido de lo antigua que era, justo cuando dieron las nueve de la noche. Oí un sonido extraño, una especie de cuco que se entremezcló con una notificación de Tinder que llegaba a mi teléfono (sí, tengo las notificaciones personalizadas según la app de la que vengan). Ojalá la tía Rosa me hubiera avisado de qué pasaría al leer la inscripción del reverso, porque me hubiera asustado menos cuando el condenado reloj me tragó y escupió unos cuantos años atrás. Para ser  exactos, en el momento que Ángel me rompió el corazón y el himen.

Un viaje al centro de mis latidos ©Where stories live. Discover now