Capítulo 4: El Ángel que resultó ser un capullo.

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Después del fogonazo blanco que casi me deja ciega, caí de bruces contra el parqué de casa de Ángel, menos mal que pude poner las manos, que el dentista está caro. Las palmas me palpitaban y las rodillas parecían tener vida propia. Luego me pregunto qué de dónde viene tanto moratón. Me quedé tirada en el suelo, asustada y mimetizada a modo de alfombra poco lograda. Reconocí dónde estaba en cuanto levanté la cabeza. Hacía años, doce, que no pisaba esa casa. Cuando el amago de plancha me estaba costando la salud de los brazos, me levanté muy despacio y corrí a esconderme bajo la mesa. El corazón me palpitaba en las sienes y en la garganta.

Mientras escribo esto me doy cuenta que esa noche, porque todo esto pasó en una simple noche, hice más el ridículo de lo que estoy acostumbrada. Menos mal que tía Rosa pensó en lo torpe que es su Daniela y amañó el encantamiento para que los protagonistas de mi pasado, incluida yo, no fueran capaces de verme ni sentirme.

—Este es el sueño lúcido más lúcido que he tenido en la vida —consideré en voz baja.

Tras resoplar por lo que creía una jugarreta de mi subconsciente, vino un jumpscare que hizo que me dejara los cuernos en la mesa. La voz de mi tía abuela se coló por debajo de la ropa camilla y subió hasta mi oreja produciéndome un escalofrío y el repullo de mi vida.

—Abre los ojos, la mente y el corazón, mi niña. Voy a ayudarte —dijo la voz.

A quién se le ocurre esto, de verdad. ¿Por qué a la tía Rosa le pareció buena idea embrujar un reloj y dármelo? Es que, ¿en qué cabeza cabe? Perdón, tía Rosa, en realidad no digo esto a malas, pero en ese momento me temblaban las piernas y me quería morir. Aunque ahora te agradezco mucho, de corazón, el miedo que pasé, la incertidumbre y las lágrimas de tristeza y alegría. Tú sí que me entendías, siempre lo hacías, y ese reloj es la prueba irrefutable de ello.

—Pasa, he alquilado Así en la tierra como en el infierno en prime. —La voz de Ángel fue una patada directa en el trasero que me quitó de una el miedo y me hizo salir de mi escondite.

La ropa camilla me alborotó el pelo, y a mí no podía darme más igual. Mi yo del pasado entró al salón sin abrigo, vestida con vaqueros negros de tiro alto y un top burdeos de cuello vuelto. Qué pelazo tenía. Lo llevaba de mi color natural, castaño oscuro, y me llegaba hasta cintura. Aquel día me pasé la plancha y me peiné el flequillo de lado. Santa paciencia tenía, prefiero mil veces el pixie cut de ahora. Con el maquillaje no acerté mucho, abusaba de las sombras oscuras y no usaba ni colorete, ni bronceador, ni pintalabios. Ángel tardó poco en aparecer tras de mí con una sudadera que le iba demasiado grande y larga de DC y unos pitillos gastados demasiado bajos. Los skaters con cara de arruinarte la vida me volvían loca. Qué voy a decirte, era una básica.

Me molestó que mi yo del pasado se sonrojara al ver sobre la mesa una pizza cuatro quesos recién hecha del Mercadona, palomitas humeantes en un bol grande y un cuenco de chucherías. Me molestó porque podía sentir lo que sentí en ese momento. Estaba ilusionada, aquella era, y sigue siendo, mi cita ideal. Le faltaban las aceitunillas, pero él nunca lo sabría. Además, eligió una película de miedo, me ganó. Levanten la mano las, los, les amantes del cine del terror, gore y slasher (procedo a descoyuntarme el brazo).

—¿Qué quieres beber? —preguntó Ángel con su sonrisa de no haber roto un plato en la vida.

—Nestea, si tienes, si no agua.

—Sabía que dirías eso, he comprado una botella por si acaso.

La Daniela de dieciocho años sonrió como una pava y desvió la mirada al piercing que el chico tenía en el centro del labio inferior. Tomó asiento en el sofá cuando este fue a la cocina a por la bebida y se puso a fantasear con cómo sería andar por la calle de su mano en vez de verse a escondidas. Lo mucho que lo animaría en sus competiciones de skate y en su formación como anillador y tatuador. Sabía que iba a llegar lejos, los dibujos que pintaba en sus tablas eran buenos. Tampoco estaban mal los piercing que se había hecho él mismo, las dilataciones de diez milímetros en ambas orejas, el septum y el del labio. Confiaba tanto en él que le dejé hacerme el de la nariz, o como él lo llamaba, nostril.

Un viaje al centro de mis latidos ©Where stories live. Discover now