El Cruce de Miradas - 1

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‒Bueno, no te preocupes. Esta noche seguiremos mirando.

   ‒De acuerdo ‒dice Laura visiblemente cansada‒. Esto llega a ser inaguantable. ¿Pero qué se creen pidiendo tanto dinero?

   ‒Y no sólo el dinero ‒responde Javier‒. Tenemos que mirar el tema de la fianza, porque se me hace increíble que en algunos sitios lleguen a pedir hasta seis meses de alquiler por adelantado.

   ‒Si tuviésemos ese dinero, estaríamos buscando un piso para comprar, no alquilar.

   Javier mira a Laura y se apoya en el cristal soltando un pequeño suspiro. El traqueteo del vagón a través de los túneles de metro le relaja. Mientras, ella enciende su teléfono móvil y comprueba su correo electrónico.

   Lentamente el tren hace entrada en la estación y las puertas se abren.

   ‒Bueno cariño, nos vemos esta tarde, ¿de acuerdo? ‒dice Laura dando un beso en los labios a Javier.

   ‒De acuerdo ‒responde él despidiéndose con la mano.

   Las puertas se cierran. La mayoría de los asientos han quedado libres, pero en apenas tres paradas le tocará apearse, por lo que se queda de pie mientras los pocos viajeros que entran ocupan sus asientos.

   Lo que sí hace es encender su reproductor de mp3 para escuchar música. Busca algo de heavy metal, género que no le llega a gustar del todo, pero que de vez en cuando le gusta escuchar. Lo cierto es que siempre le ha gustado hacerlo en las épocas de estrés, y en esos momentos estaba viviendo una.

Durante el trayecto sus ojos viajan por el vagón de metro, mirando sin fijarse en quién o qué está observando. Y, sin quererlo, se posan sobre la mirada de otro chico, justo al otro extremo a lo largo del vagón. Hemos dicho chico, pero a primera vista no se podría asegurar la edad que tiene. ¿Veintitrés como Javier? ¿Treinta años?

   El tipo le devuelve la mirada, y, para sorpresa de Javier, le sonríe. Nuestro protagonista, sin saber qué hacer, gira la cabeza casi noventa grados hacia un lado, disimulando observar el plano de metro que se encuentra frente a sus narices.

   Quedan dos paradas. Una sinfonía de guitarras y batería retumba en los oídos de Javier. Sin saber muy bien por qué, siente la tentación de volver a mirar. ¿Seguirá mirándole?

   Lo hace. Gira la cabeza y sus ojos bailan otra vez hasta poder mirarle claramente. Sus miradas no se cruzan.

   Javier respira tranquilo (sin saber aún el motivo para dicha tranquilidad), pero su respiración se corta cuando las miradas se cruzan, y una segunda sonrisa surje de los labios del tipo del fondo del vagón.

   Se repite la escena. Javier aparta la mirada, pero en esta ocasión un pensamiento nace en su mente:

“¿Este tío es imbécil o qué? ¿Por qué demonios me mira? ¿Le haré gracia? ¿Estará buscando problemas?”.

   En este momento se mira en el reflejo del cristal, esperando encontrar algo que le pudiese llamar la atención, pero entonces se le ocurre una nueva posibilidad:

   “Hostia, que le van a ir los tíos”. Y tontamente siente su orgullo herido. ¿Otro hombre mirándole y pudiendo verle atractivo? ¿Qué demonios estará pensando? ¿Y si le está imaginando haciendo cosas de… esa clase de gente?

   No tiene nada en contra de los homosexuales, pero la verdad, nunca ha conocido a uno en persona, por lo que nunca ha podido quitarse esa máscara de prejuicios que mucha gente tiene en la sociedad.

   Pero en su caso tiene doble culpabilidad, porque, cuando el metro abandona la última estación antes de la suya, su mente viaja al pasado, a su despertar sexual, a sus quince o dieciséis años, esa edad en la que las hormonas se revolucionan y los jóvenes buscan satisfacer sus instintos de la mejor forma posible.

   En su caso, además de hacer serias investigaciones por internet, dejaba volar su imaginación por las noches, poco antes de dormir. Y fue, en alguna de esas noches, cuando su mente traspasó el terreno supuestamente conocido.

   En esas ocasiones, su mente, altamente excitada, le mostraba imágenes muy alejadas de lo que él deseaba: chicos besándose entre si, el cuerpo desnudo de alguno de sus compañeros en las duchas del gimnasio, el deseo de poder sentir el cuerpo de otro hombre junto al suyo… y por mucho que trataba de alejar esas imágenes de su mente, no podía dejar de masturbarse, y llegaba a retorcerse de placer mientras se deleitaba con todo aquello.

   Pero pasada la euforia, la culpabilidad le invadía, y los días siguientes se preguntaba por qué había pensado en aquello… pero volvía a recaer.

   Y así una y otra vez, hasta que conoció a Laura poco antes de terminar el instituto, y se convirtieron en novios formales.

¿Y sí aquello no desapareció del todo? ¿Y si estaba mirando inconscientemente a ese chico porque le atraía?

   “Tío, te haces demasiadas preguntas”, se dijo Javier a si mismo, mientras se incorporaba y se acercaba a la puerta del vagón. Su estación había llegado.

   Las puertas se abren y la gente sale del metro. Casi todo el mundo se baja en esa estación, por lo que el andén se llena de gente dirigiéndose a la salida como hormigas huyendo de un hormiguero en llamas.

   Carreras, empujones, pisotones… la costumbre de todos los días a la nueve de la mañana, pero ese día estaba sucediendo algo.

   Javier vuelve a centrar su mirada, pero en esta ocasión en la nuca de otro chico, que por un momento se gira para comprobar algo. Sus miradas se vuelven a cruzar.

   Es él. Se han bajado en la misma estación y ahora se dirigen a la misma salida.

   “Dios… Ahora va a pensar que le estoy siguiendo”, piensa Javier frenando lentamente sus pasos. Le gustaría tomar otro camino, pero no hay posibilidad. Sólo existe una salida en esa estación, y al mirar su reloj comprueba que no debería entretenerse mucho si quiere fumarse un cigarro antes de entrar.

   Decide seguir su camino a la salida. Total, sólo ha sido un cruce de miradas con un tipo que no conoce de nada.

Seguramente no le vuelva a ver…

[Continuará…]

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