El Cruce de Miradas - 6

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Los pasos se acercan. Javier, en el baño, espera que sea Oliver el que abra la puerta. Espera unos segundos. La persona ya ha bajado las escaleras. La puerta debería abrirse en unos segundos… y lo hace, pero la del aseo de señoras. Se siente tonto, inútil, ridículo. Sale de allí y regresa a la mesa con el joven peluquero.

   ‒Ya he pagado. Se me ha hecho un poco tarde y deberia irme ‒dice Oliver nada más que Javier se sienta.

   ‒¿Cómo? Vaya, muchas gracias ‒dice Javier, que la había pillado desprevenido. No esperaba que le invitasen.

   No hablan, no comentan nada de lo sucedido. Creen que se han relajado pero no es así, por lo menos para nuestro protagonista.

   Una vez afuera deciden caminar tranquilamente hasta la estación de tren cercana a los Ministerios, a unos 20 minutos caminando tranquilamente.

   La ocasión se le escapa. ¿Qué puede hacer? ¿Qué decir para que ese momento se prolongue en el tiempo y encontrar el sitio perfecto llevar a cabo su deseo?

   Caminan en silencio, mirando al frente, sacando el teléfono móvil fingiendo tener mensajes que responder.

   ‒¿Y tu tienes pareja? ‒pregunta Javier. Oliver le había hecho antes la misma pregunta, y ahora le había asaltado la curiosidad.

   ‒Sí, tengo novio.

   ‒¿Y desde cuando estáis juntos? ‒dice. Le podría haber extrañado que alguien con novio actuase de esa forma, metiendo mano a un desconocido en el bar, pero algo le dice a Javier que no es la primera vez que lo hace.

   ‒Casi un año, y nos hemos ido a vivir juntos hace poco.

   ‒¿Tan pronto? Sí que habéis tenido prisa.

   ‒Bueno, la verdad es que yo buscaba un compañero de piso, y dio la casualidad que el también, así que nos juntamos.

   Escuchar aquello era extraño. Si alguien tiene pareja, ¿por qué va a buscar compañero de piso? ¿si el novio no hubiera estado buscando piso no se habrían ido a vivir juntos?

   ‒¿Y que tal llevas la convivencia? ‒pregunta Javier.

   ‒Bueno, tiene su cosas.

   ‒Ya, supongo que será aguantar las manías del otro, ¿no?

   ‒Bueno, si sólo fuera eso ‒dice Oliver, que debía haber recordado alguna situación sucedida en casa. Javier le mira, esperando que siguiera hablando‒. Llega un momento en el que claro, te das cuenta que no tienes que limpiar los calzoncillos a nadie. Si él quiere tener su ropa limpia, que se ponga la lavadora él. No tengo yo por qué lavarle los calcetines a otro tipo.

   ‒Ah, pero bueno, cada uno hará una parte del trabajo de casa, ¿verdad? ‒pregunta Javier. No entiende lo que ha dicho Oliver. Si estás enamorado de alguien, no te debería importar lavar su ropa interior. Tan sólo es ropa, y si hay que poner una lavadora… ¿por qué no poner una para la ropa de los dos?

   No es la primera vez que escucha algo así. Conocía parejas muy separadas, demasiado independientes para su gusto. Amigos suyos que, aún viviendo con su novia, separan la comida en el frigorífico y se ocultan gastos a la hora de hablar de dinero. Incluso algunos se van de vacaciones por separado.

   ‒Compartimos las tareas pero lo mínimo ‒explica Oliver‒. Ese tio no es mi familia, sólo es mi novio, y no tengo por qué hacer caso a alguien que no sea mi madre.

   ‒¿Él te dice que hagas cosas?

   ‒No le gusta que salga con mis amigos de juerga ‒responde el peluquero‒. Si quiero salir por ahí hasta las tres de la madrugada, lo hago porque me da la gana. No necesito que me tenga que dar permiso. Lo hago, y si le molesta, que se joda.

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