El Cruce de Miradas - 2

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Son tres tramos de escaleras mecánicas las que separan a Javier de su escapatoria, las que le acercan de ese ansiado momento de poder fumarse un cigarro tranquilamente mientras hace tiempo para entrar al trabajo. Y, por qué no decirlo, le acerca un poco más al momento de no volver a ver a ese chico del vagón de metro.

   “Sólo faltaría que saliese por la misma salida que yo”, piensa mientras se mantiene a una distancia prudencial del sujeto. Al final de los tres tramos de escaleras el camino se divide en dos. A un lado los números pares; al otro, los impares, y, para sorpresa suya, pero no quizá para los lectores, el chico sale a la calle por donde Javier debía salir.

   Un poco dubitativo, cuestionándose si salir por la puerta contraria y cruzar una vez en la superficie, o si, por el contrario, hacer como si nada, decide actuar como todos los días. Empuja la pesada puerta y se dispone a subir las escaleras hacia la calle, pero al levantar la mirada puede verle, de espaldas a él, subiendo las escaleras.

   No lo puede evitar.

  Se fija en él, ahora que nadie puede juzgarle. Se fija en él y en su trasero, en la forma que le dan sus vaqueros ajustados mientras asciende una a una las escaleras. Javier, por unos segundos, se imagina que ese tipo está ahí para él para hacerle revivir aquellas noches de su adolescencia.

   Pero no, aparta la mirada, y mirando al suelo mientras sube las escaleras.

“¿Qué coño haces?”, se dice a si mismo mentalmente, “¿Acaso eres marica? ¿De qué vas?”

   Casi sin darse cuenta llega a la última escalera. Se encuentra en medio de una céntrica calle madrileña. Es hora punta y centenares de coches marchan de un lado a otro, ensordeciendo el ambiente con sus motores, perfumando el aire gracias a sus tubos de escape. La gente camina rápida, a veces atendiendo más a sus smartphones que a otra cosa.

   Javier echa la mano al bolsillo y saca el paquete de tabaco. Acercándose a un portal cercano se enciende un cigarro, y, tras dar una fuerte bocanada de humo, echa la mirada a ambos lados de la calle.

   “Parece que se ha ido”, piensa, al no ver al desconocido por ninguna parte.

   Pero no, no todo sale como él piensa.

   Entre la marabunta de personas aparece él, con su espalda y sus vaqueros… Se encuentra a poco más de veinte metros, y camina dubitativo, como si buscase algo. Desde su posición, Javier puede ver que el individuo observa a las personas que le rodean, queriendo decir algo sin atreverse.

Y entonces se gira, y sus miradas vuelven a cruzarse. Uno frente a otro, separados por poco más de veinte metros (y decenas de personas llenas de prisas que sólo sabían caminar y empujarse sin parar).

   El desconocido le sonríe, y, sin saber muy bien por qué, Javier le corresponde.

   Aparta la mirada, fingiendo mirar el escaparate de al lado, pero cuando vuelve la mirada puede ver que se está acercando. Sus miradas vuelven a cruzarse, y cuando ya se encuentran a dos metros ocurre la conversación:

   ‒¿Tienes fuego? ‒pregunta el tipo, que llevaba un cigarro en la mano. Tiene una voz demasiado juvenil para lo que aparenta, quizá un poco afeminada.

   ‒Sí, claro ‒responde Javier un poco cortado‒. Toma.

   El desconocido toma el mechero, y acercándose al mismo portal que Javier se enciende el cigarro.

   ‒Muchas gracias -dice, regresando y devolviéndole el meche.

   ‒No hay de qué ‒dice Javier, intentando ser un poco cortante. La forma de hablar de ese tipo y esa forma amaneradade gesticular (aunque sólo hubiese dicho cuatro palabras en total) le hace sentir “vulnerable”, creyendo que el tipo estaba queriendo ligar con él.

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