Serie: Mujeres de hoy (5ª novela)

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Después de todo, era correcta y simpática y yo había estado muy susceptible con lo de la preguntita. Porque pensándolo bien, ¿ qué sabía ella de señoras de la limpieza en España? A lo mejor en Sudamérica las chachas y las asesoras tienen la misma pinta, vete tú a saber. Y yo últimamente, estaba muy quisquillosa absolutamente por todo.

—¿Han venido muchos? —musité pasados unos minutitos.

—¿Disculpe?

—Que si han venido muchos candidatos para este mismo puesto —especifiqué jugueteando con el boli hasta que se me cayó al suelo.

—Bueno, unos veinticinco —respondió solícita—. Pero hay otra compañera en turno de mañana, no sé cuántos habrá resepsionado ella…

—Vaya cómo está el patio —mascullé.

—¿Cómo dice?

—No, nada, que sí… que son muchos. —Hundí la mirada en el formulario y garabateé mi nombre y apellidos. Odiaba aquellos rituales, siempre idénticos de “datos personales, dirección, teléfono, correo electrónico…”. A veces, cuando me veía forzada a rellenarlos, iba saltando de casilla en casilla, para no aburrirme.

Sólo llegué a escribir mi nombre. Aún quería saber cosas.

—¿Y son buenos?

—Perdone, no la comprendo. —La infinita paciencia que le estaba echando la pobre conmigo.

—Que si tienen buenos currículos, ya sabe… querría hacer un cálculo de mis posibilidades…

—Casi todos economistas, qué pena con ellos. Tantos años de estudios para pelear por un puesto de contable. —Vi cómo se arruinaban mis expectativas. De repente me sentí pequeñita como un guisante—. Yo misma cursé estudios de secretaria de dirección, pero atiendo las visitas y recojo llamadas de teléfono. Ya ve, se hace lo que se puede —puntualizó con tono de lamento.

—Sí, se hace lo que se puede —corroboré.

—¿Me rellena el formulario, si es tan amable? —insistió todavía sonriendo.

—Sí claro, ahora mismo. —Y seguí escribiendo. La chica era amabilísima, en serio.

Me perdí en el tercer dato. No sé de dónde surgió una vorágine de náuseas y empecé a marearme. Un calor me subió por el cuello y el flequillo se rebeló y se me metió en los ojos. Miré espantada el puñetero formulario sobre la mesa, que repentinamente crecía y crecía y se volvía más blanco y más luminoso. Llegó a ser cegador y del tamaño de una colcha, que no tardó en envolverme. Me asfixiaba. La sábana de papel se me estaba enrollando y me convertía en una momia aún viva. Quise gritar pero tenía la garganta seca y muerta, nada salió de ella, salvo un gemido gutural e inaudible.

—¿Señorita, se encuentra bien?

Noté una mano que se apoyaba firme en mi hombro y me pareció ver que tiraba de las vendas de momificación, liberándome en espiral. Por fin entró aire a mis pobres pulmones. Cuando miré agradecida a mi salvadora, tenía la frente perlada de sudor.

—¿Necesita agua? ¿Se ha mareado?

—Un poco, sí  —admití a duras penas—. Que me he mareado un poco, no que quiera un poco de agua. —Me levanté como un muelle—. Tengo que ir al baño.

—Está al fondo del pasillo —indicó la recepcionista algo pálida por culpa de mi numerito vergonzoso.

Lo que me faltaba. Salí por detrás del pavés color vino y allí estaba: la autopista de moqueta que se perdía en la distancia y al fondo, fondo de la cual, se suponía el maldito baño. Para una emergencia, vaya… y toda aquella gente…

Me sequé el sudor con el revés de la manga, me atusé el flequillo, lo apoyé contra las cejas como de costumbre, respiré hondo y eché a andar. Las piernas flaqueaban y no precisamente por la subida de escaleras. Armada de falso valor, arremetí contra el monstruoso pasillo.

De las mesas emanaba un suave murmullo y el tic-ki-tic de los teclados a vertiginosa velocidad. Procuré no mirar a nadie, no desviar la vista un solo milímetro de la línea recta o tropezaría y me caería de boca delante de todo el mundo. Noté que arrastraba los pies. Nunca he sido muy garbosa al caminar, que digamos, pero de eso a llevar botas de plomo, va un tirón. Y esa era precisamente la sensación. Quería correr, largarme de allí, refugiarme en el aseo a salvo de miradas indiscretas pero notaba que no avanzaba.

Cuando quise darme cuenta, estaba hiperventilando. Todos los oficinistas me escrutaban desde sus despachos y de reojo, los veía sonreír malévolamente. Yo seguía esforzándome a contracorriente de la moqueta que me frenaba, pero llegó un momento en que ya no se oían los teclados, ni los comentarios en voz baja. El silencio llegó a ser tan abrumador y tan sepulcral, que me llevó directa al pánico. Nadie atendía sus tareas: todos se concentraban en mirarme.

En cuestión de segundos, la sala ya no era tal sino el aula de mi clase, donde decenas de oficinistas desde sus pupitres, se carcajeaban a mi costa. El rubor me llegó a la raíz del pelo y me achicharró la punta de las orejas. ¡Por Dios, que angustia más horrible! Y el final de la autovía, que no llegaba.

Se reían con tal descaro, que pasando de disimulos, me señalaban abiertamente con el dedo. Me llevé las manos a la cabeza y me tapé los oídos. No quería escuchar, no quería recordar, no quería sentirme herida, ni sola, ni ridícula… otra vez. Recorrí a la carrera los últimos metros enmoquetados y me abalancé contra el cuarto de baño, cerrando de un portazo.

Apoyada contra el lavabo de mármol, hice lo imposible por apartar de mí la torturadora visión de los empleados-alumnos detrás de sus mesitas, cachondeándose a mi costa. ¿Cómo me las iba a arreglar para volver? Desde allí no había salida, me había metido en la boca del lobo. Me confesé con el espejo, pálida como un cadáver y aún sudorosa. Los labios finos, casi invisibles. Las horquillas que sujetaban el tupé, cada cual a su libre albedrío y el endemoniado flequillo, clavado en las cuencas de los ojos. Todo un poema, sería mejor no haberme contemplado, no hay como la ignorancia. Estudié mi vestido rosa con afán crítico. A ver… normal, lo que se dice normal no era, pero estaba teñido de inocencia, de infancia, de amor por el flower power. ¿A quién no iba a gustarle ese mensaje? Yo siempre he sido muy naíf, hay que reconocerlo. Por eso los trajes de chaqueta de la consultoría me provocaban tanto malestar, porque iban totalmente en contra de mi karma sagrado, de mi espiritualidad.

Sin pensármelo dos veces entré en el aseo y me senté en el wáter. No tenía tapa. Eché el pestillo por dentro, adopté la postura del loto, suspiré conduciendo el aire hasta mi estómago y me adentré en el sosiego de la meditación.

—Ammmm, ommmmm… ommmmm —susurré en voz muy baja.

Continuará...

Esto te lo apaño yo.com (personas que no saben decir "NO")Where stories live. Discover now