serie: Mujeres de hoy (5ª novela)

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Claro que los remordimientos no me dejaron respirar y en menos de quince minutos estaba dando el parte telefónico al pueblo. Mi madre protestó hasta porque los ingleses lleven bombín.

No obstante, el sosiego anímico de mi hermana, me llevó directa a una conclusión. No era ninguna fracasada, estaba pasando un bache; bueno, ¿y qué? conseguiría un buen trabajo, pagaría mis facturas, mi hipoteca y remontaría. Igual hasta me echaba novio. En la próxima entrevista de trabajo, me limitaría a entregar mi currículum y pasaría por muda. No pensaba abrir la boca. Ni .

De modo que acabé de remojar las bragas, me relamí pensando en el cola cao con galletas que iba a prepararme, bajé a comprar el periódico y volví a mi apartamento a devorar el apartado “ofertas de trabajo”. En el portal, me crucé con mi vecina, la cotilla “radio macuto”.

—¿Te has enterado? —alertó con su voz de marisabidilla. Se me abrieron los ojuelos. Yo es que nunca me entero de nada; ella por el contrario, de todo.

—Pues no, señora Gómez —avancé sonrojada.

—Van a soterrar los cables esos que se han caído. —Despejó una boca como una tajada de sandía—. Es fabuloso, dará caché al barrio, subirá el precio de los pisos. —¿Para qué va ella a acordarse de que unos cables de alta tensión sueltos por el suelo son peligrosos hasta para las hormigas, pudiendo pararse en el valor de los apartamentos?

—¿Piensa usted vender?

—No, por supuesto que no. ¿Y tú? —Me remiró con cara de chismosa empedernida.

—Tendría que pedirle permiso al banco —ironicé—, el piso de momento es suyo.

La señora Gómez me miró suspicaz en tanto me despedía. Creo que no pilla mis mensajes entre líneas, ni mis chistes. Rocé con los dedos la superficie del periódico. No mucho, que con la tinta se me ponen negros como la pez, pero sentí un cosquilleo en la boca del estómago, pensando en los anuncios de “se necesita…”.  Algo encontraría, seguro.

Lo que encontré se llamaba “Gestoría Asensio” y no se ajustaba a mi talla… digamos a la perfección. A lo mejor es que con mis torpezas, había agotado todas las opciones como economista. Era un anuncio modesto, casi invisible, que requería con urgencia contable en una asesoría fiscal de barrio. Fue un tremendo golpe de suerte el que no quedase lejos de casa. Lo tomé como una señal del universo.

Así que acudí a la entrevista y me mantuve fiel a mi propósito de responder únicamente con monosílabos y sin meterme en camisa de once varas. El resultado, excelente. Sin mucha parafernalia, me dieron el empleo. La inferior categoría no supuso un problema para mi ego, dado lo machacado que se encontraba y los lamentos de mi paupérrima cuenta bancaria, que no podía ignorar. Los dos jubilearon al tiempo cuando estampé mi temblorosa firma en la parte baja del contrato.

—Empiezas el lunes —me dijeron con una sonrisa de bienvenida.

Y hoy era lunes. El primer día del resto de mi vida.

Traté de elegir una indumentaria acorde con mi personalidad y que al tiempo, no revelase demasiados datos acerca de mí. Un pichi azulón, jersey finito de cuello vuelto porque ya empezaba a refrescar, medias de colorines y Merceditas planas color ciruela. Todo ello lo cubrí con un abrigo oscuro de dos pechos que llevaba quince años colgado de mi armario reclamando atención.

Recortando gastos desesperadamente, llevaba cerca de un mes sin sacar el coche de su aparcamiento. Había colocado en el cristal del parabrisas un cartel de “Se Vende, Diesel” y me movía a base de metro. Fue todo un placer aquella mañana no tener que pensar en lo uno ni en lo otro, simplemente enfilar la calle tarareando de felicidad, camino de mi nueva oficina. Punto final a mis calamidades, me dije sonriendo entre dientes.

El barrio circundaba una pequeña plazoleta central, llena de vida. A la derecha, un edificio sin pretensiones se estiraba al cielo, con sus nueve pisos de altura. En el bajo a nivel de la calle, un rótulo luminoso ubicaba la “Gestoría Asensio”. Toqué temblando el timbre de la puerta y me abrieron desde dentro, con un portero automático remoto.

Olía algo así como a flores frescas. Supuse que se trataba de un ambientador, pero fue igualmente muy bien recibido por mi pituitaria. La salita de espera era lo primero a la vista, con unos cuantos módulos típicos de oficina en raído color rojo, mesita de centro con tapa de cristal  abarrotada de revistas caducadas y un mostrador de recepción abandonado. A aquella temprana hora de la mañana, nadie aguardaba pero sonaba un delicado hilo musical.

Una sonrisa amplia enmarcada en un rostro de mujer redondo como la luna, me salió al encuentro.

—¿La puedo ayudar en algo, señorita?

—Estooooo… Estuve aquí el viernes por la tarde y… vaya que empezaba a trabajar hoy… me dijeron —concluí por fin. Ella pareció captarlo todo sin problemas.

Continuará...

Esto te lo apaño yo.com (personas que no saben decir "NO")On viuen les histories. Descobreix ara