La vuelta al mundo

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Irene vio su silueta a lo lejos. Vislumbró su cabello que bailaba gracias a la brisa que había inundado Madrid aquella noche. Vislumbró sus hombros, sus brazos, sus manos agarrando el móvil. Cuanto más se acercaba adivinaba más detalles de la persona que había sentada en la ubicación a donde su móvil la había dirigido. Hacia Inés Arrimadas.

Se sentó a su lado, con sigilo, viéndola totalmente absorta en un hilo que debía haber encontrado por Twitter. La madrileña sonrió de lado, apoyándose con cuidado contra el respaldo del banco. Fue entonces cuando Inés notó su presencia, sobresaltándose ligeramente. A Montero se le escapó una suave carcajada.

—¿Ya te habías olvidado de que venía? —Preguntó la madrileña mientras colocaba ambos pies encima del banco, abrazándose las rodillas.

—Has tardado muchííísimo. —Inés sonrió, girándose para mirarla. Irene pudo notar como sus ojos brillaban producto del alcohol, casi invisibles, cubiertos por sus pestañas, achinados por la felicidad de su sonrisa.

—Es que parecía que estábamos cerca, pero no te creas. —A Irene se le contagió su sonrisa, su alegría espontánea e injustificada. Le dio un suave golpe con el puño cerrado sobre el brazo. — ¿No es hora de que te vayas a casa?

Inés la miró, primero a los ojos y luego a la mano, repitiendo el gesto varias veces. Montero la observaba divertida, pudiendo adivinar su siguiente comentario.

—Es cosa de rojos lo de dar puñetazos, ¿no? —Inés mantuvo la seriedad unos segundos, observando los ojos de Irene con atención. Fue la madrileña quien rió primero no sin antes tragar saliva.

—Venga, va. —Carraspeó Irene, evitando la mirada de Inés. — ¿Qué te apetece hacer?

Inés la seguía observando cuando la madrileña levantó la vista de nuevo. Ahora tenía una sonrisa amable. La brisa se había encargado de que un mechón de pelo se pusiera delante de su cara, tapándole parte de un ojo y de la nariz. Irene giró su cuerpo, esperando una respuesta, todavía sin entender porqué no se había ido a casa. Todavía sin entenderse.

—No lo sé. —Inés se encogió de hombros, bloqueando por fin su móvil y guardándolo en el bolso. — Lo único que sé es lo que no me apetece.

Fue Montero quien sacó su móvil del bolsillo unos segundos para observar la hora. Las 03:35 de la madrugada. Sabía que se arrepentiría al día siguiente, pero su cuerpo estaba anclado a ese banco. A ese momento.

—¿Me lo quieres contar? —Irene arqueó una ceja, esperando impaciente una respuesta de Inés.

—No quiero irme a casa. —Inés se mordió el labio, jugando con sus propios dedos, entremezclando una mano con la otra. Agachó la vista con gesto inocente, como si estuviese cometiendo un pecado, como si fuese algo horrible confesar que no le apetecía subirse a dormir en su propio hogar.

Irene la arropó en su mente. La comprendió. A ella tampoco le apetecía demasiado. Adoraba a sus hijos y quería mucho a Pablo, pero últimamente su vida se había convertido en una rutina estresante. No quería deshacerla, no quería cambiarla, en su mente seguía perpetua la idea de ver crecer a las tres criaturas que más quería en el mundo y compartirlo todo con ellas. Pero desde hacía unas semanas sentía la necesidad constante de escapar, de buscar otra cosa. Un refugio, un pasatiempo, algo que le hiciese olvidarse de quien era y de cuales eran sus responsabilidades. O alguien. Suspiró, mordiéndose ahora ella el labio y se levantó del banco, ofreciéndole la mano a Inés. Era la compañía que la vida le había puesto delante esa noche. Y pensaba aprovecharla.

—Vamos. —Insistió con un gesto, cerrando la mano un par de veces, insinuando que se la cogiera. Inés volvió a mirarla confusa, algo tímida.

Dentro de tiWhere stories live. Discover now