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─ Por los pelos. – Ríe en voz baja.

─ Sí...

─ Ha sido emocionante. Que les jodan.

No recibe respuesta alguna.

─ ¿Qué pasa?

─ ¿Te habrías parado por mí? En el bosque. ¿Me habrías recogido?

Un nuevo silencio. Él le revuelve el pelo.

─ Tienes que correr más rápido, pequeña.

Sabe perfectamente que no. Él no se pararía por nada ni nadie. Si ella dejó atrás su casa, fue principalmente por el amor -o lo que ella cree que es amor- dirigido hacia él. Sin embargo, no sucede lo mismo a la inversa. El chico vive enamorado de la libertad. Al igual que no tiene barro, su alma tampoco tiene mácula. ¿Quién podría culpar a un ser tan puro? No, él no se pararía por ella. Lo verdaderamente malo, lo que no tiene razón de ser ni explicación posible, es que ella lo sabe. Y que es una de esas cosas que le hacen sentirse tan sumamente enamorada de él. No le pertenece. Ni a ella ni a nadie, nunca lo hará. Es un hijo de la vida y solo a ella se ha atado.

Ahí dentro pueden escuchar la lluvia, algún que otro coche cruzarlos o sus propias respiraciones. Están empapados, acurrucados uno contra el otro y cada vez que el camión frena las cajas se mueven contra ellos. No son bienvenidos ahí dentro. Intrusos. Al cabo de unas cuantas horas -eso creen- llegan a una ciudad, o algo así. Hay ruido fuera. Cuando el vehículo para, él abre con cuidado la puerta. Están en un parking cercano a la carretera. Sigue lloviendo. Sale de un salto y ella le sigue presta. El dueño de su transporte debe estar comiéndose una hamburguesa en el restaurante al que pertenecen los aparcamientos. En un arrebato de camaradería, él se lleva dos dedos a la frente haciendo uno de esos saludos militares a alguien que ella no puede ver. Ríe.

─ Parece que no nos va a dar tregua, eh. ─ Abre los brazos y las palmas de las manos, permitiendo que el agua se acumule en pequeños charcos.

─ No...

─ Vamos. Hay que moverse o pillaremos una pulmonía.

─ No quiero una pulmonía.

─ Yo tampoco.

Ríen juntos. No es una ciudad, al menos no una de las grandes. Más bien parece un pueblo que se ha estancado en los ochenta. A diferencia del resto de transeúntes, caminan lado a lado bajo la lluvia, sin prisa aparente. Casi todos los locales y tiendas están cerrados. ¿Qué hora es? Tarde. Tarde para todos aquellos que sueñan con despertar inmersos en su rutina, cabeceando de un lado para otro día tras día. Es lo que quieren. Son como trenes que nunca descarrilan. Ellos; liebres que corren por las vías riéndose del peligro y de aquellos que amenazan con atropellarlos. Y también temprano. Temprano para quienes se alejan de la vulgaridad de lo cotidiano, esos que buscan nuevas experiencias con las que llenar sus corazones. Solo la noche se atreve a dar cobijo a semejantes criaturas, extrañas e incomprendidas.

La música llega a sus oídos suave al principio, como el arrullo de una madre a su bebé antes de dormir. Pese a la fuerza de la lluvia, la melodía gana intensidad a medida que se acercan a un establecimiento con... Nada. No hay neones en la puerta, ni carteles. Nada más que haces de colores escapando por la rendija que ha quedado al estar entreabierta. Paran frente a ella.

─ ¿Quieres entrar, preciosa?

─ ¿Qué es?

─ No lo sé. Creo que fiesta. ¿Lo oyes? Hay gente cantando.

─ Ya. Vamos.

─ Vale.

Como siempre, él encabeza la marcha y por ende, es él quien topa con la multitud de cuerpos jadeantes y sudorosos. Son gente de su edad, quizá algo mayores. Viéndolos podría decirse que todos y cada uno de ellos forman parte de mundos distintos mientras se mueven, conformando un único ecosistema que se retroalimenta a si mismo. Se adentra en la marea de brazos para formar parte de eso. Al hacerlo, ha quedado solo. Ni siquiera se da cuenta.

Se mueve sin gracia, sus movimientos son estúpidos, incoherentes. Lo ha perdido, de nuevo. Estará bailando por ahí, bebiendo o hablando con alguien con una de sus sonrisas. Ella sabe cómo va. Él te mira, el labio inferior le brilla por la bebida, la cabeza cabizbaja y sus ojos alzados hacia ti. Podrás ver las luces reflejándose en sus pupilas. Solo el sol sobre el mar podría competir contra su brillo. Y entonces te das cuenta de que has caído, te has lanzado de cabeza en sus redes y matarás a aquel que se atreva a intentar sacarte. Sabes perfectamente que será tu perdición. Es dulce. ¿Deja de serlo en algún momento? Crees que no. Lo mejor, lo que convierte el acto en algo grandioso es que él no es consciente del efecto que produce en el resto. Es como un niño con juguetes nuevos. Incomprensibles, pero nuevos.

Ella sigue en la red, que se ha abierto hasta hacerse con la medida de su cuello. Un colgante que a veces aprieta y otras acaricia...Su atención revolotea por el lugar hasta dar con una nueva puerta hacia la que se enfila. La vida de pronto se ha convertido en algo tan sencillo como una puerta. Una tras otra.

Esta en particular la guía hacia unas escaleras que sube de dos en dos mientras se agarra a la barandilla. Alguien sigue sus pasos. Al final -detrás de otra puerta- solo le espera una azotea. Las gotas de lluvia se cuelan entre la gravilla en el suelo. Juraría que ha subido mucho, pero sigue escuchando la música. Nítida y clara. Cierra los ojos y se coloca en el centro del tejado. Sí, ahora sí. Ahora los brazos no obedecen ninguna regla y se mecen como si el viento quisiera llevárselos. Su cuerpo se contonea, gira sobre su eje y se empapa de la lluvia, de la emoción. La puerta se abre y pies ajenos aplastan las minúsculas piedras; no abre los ojos. Sabe que se acerca y sigue bailando. Es única y libre. Papá, mamá, miradme. Mirad como bailo. ¿Veis la manera en que danzo? ¿En que salto y sonrío? Es porque soy libre. Soy yo. Encantada.

Dos manos aferran su cintura. Demasiado suaves como para ser de él, demasiado cariñosas. El intruso se coloca frente a ella. Puede olerle. Su perfume la embriaga. Huele a flores y a deseo, a tierra mojada y al café de la mañana. Lleva una mano a su nuca, tanteando primero su hombro. Se sorprende al topar con pelo, largo, muy largo. Mojado. Cuando sus cuerpos se juntan siente sus senos contra los de ella.

─ No eres él. – Siguen cerrados.

─ No... ¿Quieres que lo sea?

Silencio, quietud.

─ No.

Bailan pegadas la una a la otra. En un arrebato esconde el rostro en el cuello de la otra persona -a la que no ha visto, ni pretende hacerlo; todo es más fácil con los ojos cerrados-. La que podría ser él pero no lo es rodea su figura con los brazos, la protege y continúan bailando al son de los sueños marchitos. Parecen actrices en un escenario dedicado a ellas. La lluvia, el sonido de la grava, los coches de fondo... Efectos especiales para conformar la escena.

─ ¿Por qué estás aquí?

─ Te he visto ahí abajo. No he podido resistirme.

─ Gracias.

─ No hables.

─ ¿Te irás?

─ No.

Comprende, guarda silencio. Ya no actúan en función de la música que oyen, es otro tipo de baile. Ellas marcan el ritmo. Casi se asemeja más a uno de esos bailes de salón...Hay ternura en cada gesto. ¿Es posible demostrar esa ternura a un desconocido? Al parecer sí. De repente son plumas flotando en un mundo hermoso. No es él y lo agradece mentalmente. Necesitaba respirar.

Bailan; y por fin lo olvida todo. Por fin se entrega única y completamente a ello, sin tapujos, miedos o prejuicios. No se mueve tan bien como ella, pero no es difícil cuando todo queda reducido a un contoneo semejante al péndulo de un reloj. Un paso y otro. Bam. La mano izquierda aprieta un poco sobre su cintura. Bam. El pelo ajeno le hace cosquillas en el cuello pese a ser una masa que se adhiere a la piel. Bam. Ríe porque la oye reír.

Bam. Ha descubierto algo nuevo.

Our Last JourneyWhere stories live. Discover now