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Camina por la acera, respira con dificultad. Como si un par de manos le oprimiesen el cuello. No son lo bastante fuertes como para impedir la salida de alguna que otra lágrima traviesa. Se ha alejado un par de manzanas, aprisa. Él la alcanzará antes o después; pero no ahora. Ahora es su momento, solo suyo. ¿Qué haces? ¿Y qué puede saber ella? Al parar con los pies marcando dos huellas definidas sobre el manto blanco que cubre el pueblo, se da cuenta de que no lo sabe. No tiene ni la más remota idea. Es un ente vagando en un mundo frío, aferrándose al calor como las polillas encuentran su debilidad en la luz. ¿Arderá? ¿Arderemos juntos?

Tan perdida como llegó a la vida se abrocha la chaqueta de la chica del reclamo y continúa su marcha. Su interior poco a poco recupera la calma que el par de ojos azules le habían arrebatado. Los había notado trotar por su piel y saltar sobre su corazón. ¿Cómo es eso posible? Ver a Jules y Val entregarse a sus más primarios instintos sólo añadía esa "presión" que se aloja en el pecho a la situación. Demasiado para ella. Camina. Camina y no pares.

Sus labios tararean una canción que ni siquiera está segura de conocer con los brazos cruzados sobre su pecho. Puede que sea la canción de las almas solitarias. Hoy, se ha dado cuenta de que efectivamente está sola. Tanto como lo está él. Viajan juntos. Ríen, comen y hacen el amor juntos. Pero nada más. Nunca lo tendrá. Sí, claro que lo sabía. Pero duele tanto darse cuenta de ello una y otra vez...

Al final el rumbo emprendido conoce su fin en un descampado sembrado de botellas vacías, contenedoras de sueños que como las estrellas, murieron, estallaron y se rompieron junto, al parecer, sus recipientes. En medio de todo, las vías del tren reposan frías y oxidadas. Se sienta sobre una de ellas, los dedos trazan senderos sobre la nieve hasta que las yemas se enrojecen. Ya no hay lágrimas.

En la carretera de enfrente, un autobús para en la estación con el fin de recoger a los pasajeros que quieran apearse. Puede que en busca de una nueva vida, o en un intento de continuar con la misma sin complicaciones. ¿Es real? ¿Se le está ofreciendo esa posibilidad?Unos brazos invisibles la instan a levantarse. Y lo hace. ¿Qué dirá a...? Un alma solitaria no necesita excusas. El calor la recibe al entrar en la estación.

La luna engorda en el cielo, ha debido comerse a las estrellas porque esa noche no brilla ninguna. Incluso la propia luna luce perezosa. No obstante, sigue sentado en el escalón. Tras él, el portal al edificio en el que pensaba pasar una tarde agradable, llena de descubrimientos y emociones. En cierto modo, las ha habido. No las que él se esperaba, claro... La puerta a su espalda se abre pero no es suficiente para hacerle apartar la mirada de la calle.

- Sigues esperando que aparezca

- No, es solo que... Yo...

Las palabras se han tornado hostiles. Arañan su garganta al salir y crecen envueltas en espinas. ¿Qué le va a decir?

-Volverá.

El chico rubio suspira a su espalda y se sienta a su lado. Aún no se ha puesto la camiseta y su piel se eriza con velocidad. Semejante visión también eriza su nuca.

- Te estás ahogando. - Dice con seguridad. Él le mira, sin acabar de entender. - Te lanzaste al mar pensando que podrías llegar de una orilla a la otra a nado. Y creo que sí puedes hacerlo. Pero llevas demasiada carga... Tienes que soltar algo de peso. Los objetos inútiles... Deben caer al fondo para que puedas emerger. Seguir nadando.

Entonces sí que le entiende, o eso es lo que sugiere la ira encendiendo todos los interruptores dentro de él. O quizá sea impotencia, la falta de posibilidad de que se equivoque.

- Tú no sabes nada. - Se levanta.

El rubio enarca una ceja, copiando su acción.

-Te he visto ahí dentro. Igual que veo a Dev, o a Alice. Puedes ser tanto y te conformas con tan... Poco.

Los ruidos de truenos resuenan en la lejanía. Una nueva tormenta. Apenas salen de una... Esta es diferente. Esta es interior. Está lloviendo aquí dentro. El chico le pone una mano sobre el hombro para hacerle girar y quedar frente a él, pero se resiste. Le empuja, demasiado leve como para parecer convincente.

- No...

La mano del hombro se coloca en su nuca, atrayéndolo mientras la otra le rodea por la cintura. Él antepone los brazos en medio de ambos, su última barrera. Eso es. Un bastión hueco. Sus ojos se tornan vidriosos, pero sus miradas se entrecruzan lanzándose estocadas la una a la otra, los labios entreabiertos como si quisiera lanzarle una dentellada... Con los brazos que utiliza para mantener ese último resquicio de fortaleza nota la piel desnuda y fría y suave y perfecta del otro chico. Este hace presión con cuidado sobre su nuca para acercarlo al hueco que queda entre su hombro y su cuello sin dejar de rodearlo. Al final se derrumba sobre él. Empapa esa zona de su pena, de la pérdida que ni esperaba, ni sabía que fuera a sentir de semejante modo. De él. Le está lloviendo encima y él recibe con calma. Con cariño. Su piel está tan fría... Y tan suave.

- No estás solo. Estoy aquí. - Murmura el otro en un arrullo apenas audible. - Estoy contigo.

Y así la nieve se hace un hueco en los pliegues de su sudadera, resbalando y deshaciéndose sobre la piel ajena. Se convierte en un testigo mudo de una unión verdadera, pues la única forma de unir dos almas es hacerlo cuando están rotas de modo que la una pueda reparar a la otra. Y nadie conoció ni conocerá a seres más rotos que ellos. Pero toda unión es puesta a prueba.

Entonces, sirenas de policía.

Ha llevado más rato de lo que debería, pero ya los tiene. Dos billetes de autobús hacia ninguna parte, lejos de la nada en la que están ahora. Camina de vuelta agitándolos en el aire. Tiene ganas de ver su cara cuando se lo enseñe. Nunca le ha dejado atrás, pero tenía que respirar antes de volver a hundirse en el oscuro mar que conforma su vida. Lo ha hecho y ahora vuelve con él. La idea de que se haya ido pensando que le ha abandonado la corroe como si su estómago fuera una fábrica de ácido sulfúrico. No, esperará.

Al llegar ve un par de coches patrulla en la entrada al edificio. En la esquina de la calle contigua, la camarera de la cafetería de esa mañana relata y señala el lugar a una vecina. Tal vez a la señora Grayson. Los ha delatado. Ha cogido la bola de cristal dentro de la que ellos vivían y la ha lanzado al suelo, asegurándose de pisotear los fragmentos para evitar que se recompongan. Su corazón se ha parado. Un policía está en la puerta informando. Y las sombras de sus compañeros bailan sobre la ventana del piso en el que hace unas horas estaba. Ya no queda nadie allí. Se los han llevado...

Los billetes resbalan de entre sus dedos en el momento en que la camarera la señala al grito de "¡Es ella, allí!" Solo un segundo más tarde la atención del policía la embiste. Retrocede unos pasos."¡No te muevas!" Él corre, y ella también.

Atraviesa un callejón saltando por encima de un contenedor para desembocar en una ancha carretera. Cruza al son de algún que otro claxon a modo de baliza para que su captor pueda cogerla. Tras girar en unas cuantas esquinas y cabrear a un sinfín de conductores, se adentra en una zona de construcción. Puñados de edificios emergen del suelo a medio hacer. Son solo estructuras. Las casas suelen estar vivas, alimentadas de las vivencias de quienes la habitan. Estas no. Son un feto que aún no ha terminado de formarse; pero la ayudarán a ocultarse.

Ayudándose de un palé de ladrillos se alza hasta la segunda planta de una de ellas, acurrucándose debajo del hueco de una ventana en la pared. Se agarra las piernas y el reclamo con tanta fuerza que el relieve de este último se graba sobre la palma.

Ya no puedes oírme llorar. Mira cómo nuestros sueños mueren... Esto está tan tranquilo...

Y tan frío.

Our Last JourneyWhere stories live. Discover now