Una noche en cama

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Edvard es en verdad muy guapo, pensó Ofelia al ver su imagen en el espejo

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Edvard es en verdad muy guapo, pensó Ofelia al ver su imagen en el espejo. No era la primera vez que lo pensaba ni era esta una característica relevante para ella, sólo le había llamado la atención al inicio porque su apariencia y nombre hacían un juego un tanto curioso. Sin embargo, cuando al fin se animó a preguntarle, Edvard le respondió que era por un parentesco ya lejano, y que si lo comparaba con el resto de la familia, incluso daba para interpretaciones más sórdidas.

     Ofelia pensó que, sin esta aclaración, ella habría imaginado todas esas interpretaciones tan sórdidas a las que Edvard se refería. De hecho, se preguntó por qué no se le habían ocurrido antes.

     —Y entonces, ¿por qué el nombre? —preguntó una vez más. Aunque breve, le gustaba la historia.

     —Según cuenta mi familia, cuando mi abuela me vio en el hospital, no dijo nada; sólo se retiró. Regresó un par de horas después con una fotografía en la mano. Al hombre de la fotografía nadie lo había visto jamás. Y sin embargo, nadie dijo nada. No porque no sintieran curiosidad, sino porque el dolor de la abuela al mirar la fotografía fue demasiado grande. ¿Qué le pareció a la abuela que ese bebé y el hombre adulto en la imagen compartían? Ni idea. Edvard, susurró ella. Nada más. Mis padres accedieron. —Edvard no era de adornar con detalles, ni de decir mucho—. ¿Lo ves? Es siempre la misma historia.

     Ofelia se encogió de hombros. Se dio una última miradita en el espejo del tocador y regresó a él.

     —Eres muy guapo —le dijo, acariciándole el rostro—. ¿Será por tanto ejercicio que haces?

     —No hago tanto —murmuró.

     Ofelia quiso decirle que para ella eso era bastante.

      —Pues yo sí que no hago nada de nada —sonrió Ofelia, al tiempo que se acercaba para besarlo—. ¿No se nota? No seré gorda pero estoy algo floja —volvió a sonreír.

     —Me gusta así —dijo él—. Me gusta enterrar mis dedos en tu carne.

     Ofelio intentó reír, pero Edvard había dicho esas palabras con tal seriedad que pensó que podría ofenderlo. En su lugar, se acomodó a horcajadas sobre él, dejando a su disposición unos pechos pequeños pero firmes. El pecho de Edvard era pálido y firme. No tenía vello, ni el menor rastro, y su piel era tan suave que a veces Ofelia sentía envidia. Cuando estaba muy excitado, su piel se sonrojaba, era algo bonito de ver, un buen indicador. A Ofelia le gustaba besarlo por todas partes cuando esto pasaba.

     —¿Y tu abuela te heredó la fotografía? ¿Aun la conservas? ¿Descubrieron quién era el hombre de la foto? Esa parte nunca la cuentas.

     Edvard vio a Ofelia, siempre curiosa. Esa parte no la contaba porque no había nada que contar.

     —La abuela pidió ser enterrada con la fotografía —respondió—. Seguimos sin saber quién era el hombre, aunque lo intuimos.

     —Eso imaginé —asintió Ofelia. Le pareció recordar algo, pero no fue nada.

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