La chica de la música

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Algo pasó

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Algo pasó.

No parecía tener mucho que ver con las conversaciones vulgares ni las botellas, apiladas en un rincón, a punto de derrumbarse; el ambiente ya por sí sólo parecía cargado, y además de alcohol arrastraba la pesarosa voz de Bunbury. Pero entonces algo pasó: pasó E, otra voz, no igual de quejumbrosa, pero sí pastosa, atorada en medios intentos y una lucha que el alcohol había debilitado. Sucedió lo que suele pasar: la música se desvaneció, los cuchicheos se acallaron y las botellas de cerveza se hincharon con el peso imposible de la responsabilidad que se adhirió a esas manos cansadas que por un momento se olvidaron de la excusa, temerosos de darle otro sorbo, como administrándola para cuando llegaran a necesitarla.

Y sin interrupciones, E continuó.

Las palabras parecían agolparse en su garganta, lo que marcó cierta violencia contenida en su tono. Tenía la mirada perdida y el cuerpo tieso. Estaba apoyado en el auto, detrás de él uno de sus amigos no despegaba la vista del celular, haciendo oídos sordos, como los demás; era E o la música, y como se sabían las letras podría darse el lujo de elegir.

La proporción era ocho a dos y todos se mantuvieron en silencio, intentando no pensar. Las conversaciones vulgares parecían ser otra cosa desde su generalidad, lo que E decía llevaba nombre y apellido y un par de detalles peliagudos que todos decidieron ignorar. Varios de ellos la conocían. Pero E estaba borracho, y para el mundo no hay mejor excusa.

—Vos estás bien a pija*, mejor buscá la casa —dijo C, sin mayor intención. Alzar la voz le regresó la fortaleza a su brazo y se empinó la botella para beber de ella largo y tendido, con lo que consiguió despertar a los demás: trago, trago, trago, así, uno tras otro, hasta que la música al fin volvió a sonar y Jim Morrison comenzó a devorar las últimas palabras de E, que calló al fin, sintiéndose arrinconado por la indiferencia.

La noche no se calló, eso sí, continuó su curso entre cerveza barata y conversaciones musicales. La atención iba y venía de un amigo a otro. The Smashing Pumpkins, Mago de Oz, The Doors. Un comentario de entre todos, haciéndose sonar en un brindis no formal por la tranquilidad del ambiente y las buenas bandas. Las vulgaridades no flotaban en las letras de las canciones sino en el aliento de esos rostros antes cabizbajos que volvían a levantarse con seguridad.

Una de las chicas comenzó a insinuársele a uno de los no tan chicos, y la otra, la que parecía no tener cuenta en ninguno de los asuntos de nadie allí, jugueteaba con el ritmo de la música, tratando de escapar de las quejas que los borrachos soltaban de tanto en tanto cuando recordaban que la noche no estaba tan tranquila de todos modos. Esa otra chica, sin querer pensar demasiado al respecto, se preguntó, haciéndose un hueco entre las letras carrasposas de Venom, si el resto le habría dado más libertad a E para hablar de no haber habido mujeres allí. Entonces la primera chica se inclinó insinuando su escote. La otra decidió poner música más suave.

Ya no parecía quedar rastro de las palabras de E, él mismo se las había llevado a regañadientes cuando a fuerza lo subieron al taxi que lo conduciría a casa cuando en un nuevo intento por fin cayeron en cuenta de que ni los silencios incómodos ni las posturas cabizbajas lo harían callar. No era ella, era E, y no obstante, nadie lo mencionó. Ni a E, ni a ella, ni a lo que estaba pasando en realidad.

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