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Capítulo IV: El predicador

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Estuve ahí unas cuantas horas, incluso cuando el cuerpo del niño ya no estaba. Incluso después de que el mensaje de Z hubiese sido borrado. Incluso cuando la biblia había caído al suelo y la gente miraba la escena como si se tratase de un sacrilegio.

La mañana se había ido llevando consigo algo de mi cordura, dando lugar al atardecer de los recuerdos y esas memorias con sabor agridulce que nos quedan en las conversaciones con café. Pero yo hablaba solo, con una sonrisa enloquecida en los labios y una biblia tirada al lado.

Apostaría toda mi fortuna -si lo viera desde fuera- a que me había vuelto completamente loco. Para eso faltaba demasiado, aunque deseaba que no fuera lo suficiente como para suicidarme antes de encontrar en toda aquella obra oscura un rastro de luz.

Las sospechas se sentían lívidas en el aire, una neblina silenciosa de navajas cayendo en el sitio justo. Parecía tener mucho que ver en los acontecimientos recientes que la ciudad estaba viviendo, y aún más que eso. Escuché mi nombre en repetidas ocasiones murmurarse a mi espalda.

La plaza comenzaba a llenarse, así que decidí sentarme sobre la banca antes de que me pisotearan mientras estaba de rodillas. El aura que rodeaba los pasos de los cientos de habitantes era de una prisa antinatural. Casi acostumbrados a la rutina de la modernidad, pero casi. Aun negándose a aceptarla como parte de la vida.

Aun se respiraba el aire de campo, pies descalzos y camisas cansadas de labrar la tierra. El tiempo no avanzaba tan rápido para conveniencia de la mayoría, y olvido de otros cuantos.

Aspiré profundo y por primera vez en toda mi vida no me sentí tan ajeno a la ciudad. Estaba entre ellos, vivía con ellos. Yo era ellos.

En el inmenso conocimiento de la física -en el que aún queda muchísimo por explorar- se teoriza que todos somos parte de algo. Tal vez seamos lo mismo, pero en diferente sintonía. Y a pesar de estar tan unidos, nos creemos diferentes. Al grado de enorgullecernos por una casa grande, pero con poco calor.

Y ese era yo, en mi ignorancia de las cosas. Lo que yo llamaba "pueblo" tenía su propia sintonía. Bailaba a una canción que yo no sabía reconocer mientras escuchaba como el mundo corría en otro tono para mí, dejándome llevar por la sonata que no todos oyen y ya no por ignorancia, sino por desprecio a lo que consideramos superior y cuando morimos todos quedamos al mismo nivel del suelo.

Muchos olvidarían al pequeño que murió en el parque en cuestión de semanas. Yo buscaría su nombre entre las esquelas dominicales del periódico. Tal vez sería otro desafortunado sin nombre que finalmente pasaría a lo que los más optimistas suelen llamar mejor vida. Miranda lo llamaría angelito. Yo le diría dolor de conciencia.

A pesar de saber que no podría haber hecho nada por él, cargaría con su muerte. Y sé que era lo que Z quería. Culpabilidad en mí. Quería expiar lo que estaba haciendo, cargando sobre mis hombros el peso de la vida de un niño, del que ni siquiera sabía su nombre.

Las voces de la calle hacían eco en mí. Comencé a maravillarme de la cantidad de personas que me rodeaban sin afán de mirarme. Era invisible entre los colores de la ciudad. Vestidos, telas, especias y miles de olores me rodeaban. Voces coreaban a gritos las ventas del día y alguien a lo lejos anunciaba las noticias del periódico.

El tiempo me había comido sentado en la banca, hasta que descubrí que ya era bastante tarde decidí ir a ver a Miranda. Tal vez habían ido a casa a buscarme.

Me dirigí al hospital cuidando muy bien mis pasos. "Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad"

De alguna forma, sabía a qué se refería. Pero el epitafio de la mañana me había dado una idea demasiado exacta de cómo se jugaban las cartas en ese terreno. Las cosas no se preguntaban. No podía hacerlo, y no estaba en mi derecho. Era algo que acababa de entender.

Sobre el abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora