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Capítulo XV: Sueños de invierno

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-Liz... Ted -tosió-, llegamos a casa.

El camino había sido ligero. Me perdí en el vaivén de los árboles que adornaban por aquí y por allá las calzadas. El olor de la tierra removida por el agua me recordó momentos más felices en una infancia ya enterrada. Tal vez había olvidado el sentimiento, pero los colores de una mañana en libertad tenían un regusto amargo en lo que a mis memorias concierne.

Estaba libre y Z lo sabía. Estaba fuera, después de tres días que significaron total agonía para mí. Estaba libre y me parecía imposible todo lo que había sucedido tan solo hacía algunas horas. La libertad era más una teoría en mi concepción del universo. Siempre me supe encerrado detrás de una máscara de privacidad causada por la frialdad de mi crianza y el distanciamiento de lo que debía hacer.

No era ni quien debía ni quien quería, y para ese momento había dejado de ser incluso lo que mi nombre representaba.

Como un símbolo de paz, una tregua acallada, la humareda se alzaba como trompetas hasta el cielo, ese que parecía apiadarse de los restos que podrían quedar de mi casa. Lloraba sobre ellos, calmando las ansias de un fuego ya casi extinto, condenando a morir ahogada la furia de un gigante sin consciencia.

No me atreví a sostener la mirada al pasar por la calle principal. Incluso desierta, parecía desnudarme hasta lo más profundo, sabiendo el peso de mis culpas, conociendo también lo que yo desconocía.

Ahora frente a la casa de Haldred, era dueño de nada. Un esqueleto que en carne viva tenía los recuerdos de lo que fue su vida antes de la muerte y poco menos que eso. El doctor abrió la puerta del coche a la par de una sombrilla endeble que no nos cubriría de la lluvia implacable. El viento por poco se la arranca de las manos.

Escuché una risa ser reprimida en los labios del conductor, quien se vio a si mismo sorprendido por mi gesto amargo.

Salí del carro azotando la puerta tras de mí mientras Haldred me miraba como un adulto a un niño haciendo una rabieta. Me refugié en el alfeizar de una casa vieja mientras él sacaba las llaves. Mi impaciencia se acrecentaba a cada segundo.

Justo cuando estaba a punto de gritarle que dejara la sombrilla de una vez, la puerta se abrió frente a nosotros. Una niña de unos seis años nos miraba con curiosidad.

-Doc, ¿quién es él? -inquirió, como si fuese lo más normal del mundo interrumpir a un par como nosotros bajo una lluvia como esa.

-Un amigo, Amanda. ¿Nos permites pasar?

Por el tono que utilizó, parecía que Haldred compartía mis pensamientos, sin poder ser externados frente a la inocencia de una vida por vivir. Pasamos en cuanto la ahora conocida Amanda se retiró de la puerta.

La niña se perdió por el pasillo que discurría estrecho a lo ancho de la vivienda. Conectaba cada habitación de la casa, separada por marcos de madera tallada en intrincadas figuras de flores y enredaderas. Escuché pequeños pasos correr hacia arriba, por unas escaleras que suspiraban en la añoranza de su edad.

Miré a Haldred mientras dejaba nuestras pocas y empapadas pertenencias a un lado. Por la forma en la que la niña le había llamado, estaba seguro que no tenía algún parentesco con él. Sin embargo, le estaba esperando.

- ¿Cuántas personas viven contigo? -decidí soltarle, finalmente.

- Solo Amanda -suspiró-, ¿quieres café?

- La niña es...

Dejé que mi silencio hablara por mí.

-Es mi hija.

Sobre el abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora