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Capítulo XII: Luces en la cueva

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El guardia encogió los hombros con resignación desinteresada, parecía casi imposible el permitirle a cualquiera entrar a hablar con un prisionero y más en el estado en el que me encontraba. Sin embargo me dejó de nuevo en el suelo, sin mediar una palabra.

Comenzaron a volar ideas sobre mi estadía, la forma en la que estaba encerrado. Probablemente prisión preventiva. En realidad, la parte de la mazmorra en la que estaba recluido parecía estar alejada de la sala principal. Los murmullos de cientos de voces llegaban amortiguados tras las paredes reforzadas en varias capas de sabrá Dios qué cosa, haciéndome pensar que no formaba parte -aun- del ala de los prisioneros de verdad, aunque en mis entrañas sabía que era presa de algo más grande que aquella cárcel.

Tal vez no debería estar pensando en distancias, sonidos. Pero me distraía. Mis manos adoloridas vacilaban en el aire formando figuras de tormenta y humo blanco, en la brisa fresca con olor a podredumbre que se filtraba por la rendija que tenía por ventana.

Miraba al vacío, con la mirada perdida. Había olvidado los nombres de aquellas mujeres por las que aun recordaba quien era. Parecía una cuestión de tiempo dejar también mi nombre atrás.

-... por favor, si es tan amable, ¿podría traer una muda de cama?

Un rechinar de dientes y unas botas que golpearon contra el suelo causando que se me erizara la piel fue lo que obtuvo Haldred por respuesta. Tras el restallido de los barrotes al cerrar mi celda, los pasos de un gigante de baja estatura con más enojo del que le cabía en el cuerpo se perdieron entre los sonidos de la mañana en un lugar escondido.

Estaba sentado sobre mis pies, con mis rodillas sangrantes soportando mi peso. Sentía cada hueso. ¿Había vomitado la masa gris del día anterior? Mi estómago refunfuñaba en respuesta. Sentía cada movimiento y la humedad putrefacta a mi alrededor.

El cantar de las aves fuera de las paredes sin color llenaba todo de nostalgia. Sentía el peso de los recuerdos. El palpitar del corazón de Haldred, que se acercaba en silencio. Sentía las palabras ahogarse en su pecho.

Estaba solo. Vacío. Buscando en cada rincón de la habitación algo con qué llenar los segundos perdidos, mientras una figura me alcanzaba en sombras. Tenía miedo, tenía frío, hambre. No tenía certeza.

Era un animal sin rumbo, con sarna. Con mucho más que simple miedo, frío o hambre.

Me giré con pausas. Haldred sollozaba con la cara hundida entre sus manos, totalmente en silencio mientras los espasmos de su llanto lo sacudían violentamente. ¿Eso era lástima?

Dudando de mí mismo y del lugar, alcé una mano a su cabello. Me arrepentí al instante. El fuego volvía a arrebatarme la piel de las palmas para llenar su lugar de pústulas a punto de estallar. Si bien no podría ver todo eso a través de los vendajes ahora nauseabundos, lo sentía. Como cada hoja que caía del árbol tras la ventana.

Un quejido salió de mi garganta.

Haldred se recompuso al instante. Tomó mis manos y me estrechó contra su pecho. El movimiento reavivó el dolor. Ahora no era un dolor físico, amén de saber qué parte de mi cuerpo no estallaba en carmesí a en cualquier posición. Era más bien el recuerdo. Un recuerdo de calor humano que estaba ahí, entre los brazos de mi madre, ahora muerta. De Miranda, de Lisa. Era el dolor del abandono. El dolor de haber olvidado la voz de mi padre. El dolor de perder mi propio nombre.

Todo en los brazos de un hombre que parecía estar más loco que yo. Se jugaba la vida ahí a mi lado y siendo consciente de ello, me envolvía en sus brazos sin miedo. Sin asco de lo que ahora era. No había nada que temer.

Sobre el abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora