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Capítulo V: Fuego Abrasador

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Desperté en mi habitación, sin recordar del todo mi trayecto hasta la cama. Solo sabía que en la mesa de noche estaba mi violín. Las cuerdas del arco estaban reventadas, y la brea había creado una espesa capa blanca sobre la madera. El brazo me pesaba y el cuello me dolía.

A veces me sorprendía de mi propia capacidad. No supe cuánto tiempo toqué esa noche, pero descubrí caminos de lágrimas secas en mi rostro cuando me vi al espejo. Aprovechaba esos huecos de olvido para permitirme sufrir mientras la ciudad dormía.

Los ruidos de la ciudad comenzaron a darle vida al amanecer. Sonidos que olían a monotonía aceptada, cuando el sol se llevaba aquella nostalgia que la luna me había traído junto con los recuerdos de la noche que acababa de suceder.

Me permití ver por última vez la ropa de Lisa, todo estaba tal y como lo había dejado. Toqué cada prenda con cuidado, y extremado respeto. Un vestido rojo carmín me miraba con añoranza. Lo saqué del vestidor y sacudí el polvo que tenía sobre los hombros.

Recordé cada detalle de la figura de mi esposa. Su cintura era delgada, pequeña. Mis brazos la rodeaban con delicadeza cuando bailábamos al compás de Tchaikovsky. Nos permitíamos la excentricidad cuando nadie nos miraba. Volvió a mi memoria el olor de su risa y el sonido de su aroma, así como el sabor de su cabello entrometido en nuestros labios. Se me escapó una sonrisa un poco más triste de lo que debería.

Dejé el vestido sobre mi cama mientras buscaba uno de los cilindros que guardaba bajo los zapatos. Desempolvé el fonógrafo, abandonado desde el último día que vi a Lisa y disfruté el despuntar el sol al bailar con una silueta roja, llena de recuerdos.

Me senté finalmente cuando los pies me dolían, y vi como la habitación se había hecho más pequeña. Tomé mi violín y las cartas; completamente tentado a abrirlas, aun cuando sabía que no era tiempo. Algo en el viento lo decía, y estaba en lo correcto.

Antes de salir, doblé el vestido con cuidado y lo guardé en el estuche de mi instrumento, al lado de las cartas. La biblia seguía en la habitación de Miranda. Al entrar, vi la ventana acusarme de crímenes no cometidos. Pensé en silencio que la repararía.

Otra de esas promesas que jamás cumplí.

La mañana se veía tranquila. Nadie estaba en mi casa esperando a que saliera, aunque la de zozobra me acompañaba. Cada cinco pasos giraba la cabeza y cualquiera me parecía sospechoso. Los rostros de cientos y miles que compartían el camino conmigo se volvían uno, en una enorme sombra que parecía envolverlo todo y desesperarse por llevarme a la oscuridad.

El tiempo seguía corriendo, y la luz al final del túnel no aparecía.

Fui directo al hospital para darme cuenta que Miranda seguía dormida. Sin mejoría alguna ni en su aspecto ni en su estado, decidí quedarme a desperdiciar el tiempo. Si alguien me seguía como la luna a la tierra, bien debía permitirle un descanso.

Todos en algún momento creemos ser dios, cuando el control está en nuestras manos. Cuando las cosas están bien y el viento está a nuestro favor. A veces simplemente te lo permites en un momento de calma, pero en la vulnerabilidad eres tan mortal como el que menos. Y ahí estaba Miranda recostada en la cama, recordándome la fragilidad. Esa pequeña ironía de la inmensidad en las cosas más sencillas.

Sabía que su vida era un instante y sin embargo me parecía la cosa más preciada en el universo. Dada la grandeza de ese todo, ¿qué podría ser ella para el resto? Nada. Tan solo un grano de arena.

Escuché los pasos y voces que provenían del pasillo amortiguar el ruido del respirador que mantenía a mi madre. Sí, eso era. Tirenna murió cuando tenía quince años.

Sobre el abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora