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Capítulo VII: Cargo de conciencia

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Pasé la noche en vela, poniendo cada una de mis ideas en papel. Recuerdo haber escrito una y otra vez el número siete. Sabía que significaba algo fuerte, demasiado fuerte como para dejarlo pasar.

Estábamos en julio, siete eran los pecados capitales, siete eran las cosas que Jehová aborrecía, ¿quién era mi dios ahora? Traté de comprender como era posible tanta culpabilidad en un simple par de hombros.

¿Era por mis padres, mi familia, mi nombre? Pasé a la habitación de Miranda, tratando de mantener mi mente dividida. Sabía que concentrarme en algo como aquello me llevaría por completo a la locura.

Una parte de mí deseaba caer en un delirio eterno. Lisa estaría en mis brazos y bailaríamos de nuevo al compás del negro en sus cabellos. Olería la brisa roja de sus labios, mientras su voz me llenaría de calor los oídos. Eso era lo que necesitaba.

Viviría amarrado en una cama de habitaciones blancas, para morir después de algunos años de inanición. Se diría de mí que fui un pobre loco tirado a la avaricia, o que el diablo se llevó mi alma para dejarme abandonado en el mundo, sin mente ni cordura.

Y es que eso a los locos no les importaba, pues eran felices.

Se servirían de mi fortuna. Construirían miles de iglesias a mi nombre con cada centavo de mis arcas, me llamarían santo y en la oscuridad soltarían mi nombre con desprecio. Como hacían a diario a mis espaldas, cuidándose entre susurros, solo porque aún me quedaba algo de juicio.

Reí a carcajadas mientras arrancaba una puerta del armario de Miranda para tapar la ventana rota. Si querían mi dinero, si querían que perdiera el juicio, tendrían que esperar. Al menos los pocos días que quedaban del mes.

¿Cuánto tiempo había pasado en ese juego? ¿Una semana? Parecían años. Cada martillada en la pared era un alarido de dolor que me recorría desde las manos hasta la espina, pero el sufrimiento me regresaba al momento. Me daba un ancla y un camino.

Después de todos esos días, finalmente pensaba en Cillah. Imaginé sus ojos verdes anegados en lágrimas, suplicando piedad. Más que todo aquello que buscaban de mí, la usaban a ella para cumplir sus propósitos. Querían hacer de mi vida un purgatorio, y no usaría a Cillah de chivo purificador.

Un profundo sentimiento de egoísmo y arrepentimiento entró en mi mente. ¿Por qué nunca la vi como lo que realmente era? Esto se trataba de mí, de nuestra familia e incluso cosas más allá de lo que jamás descubriría. Me di cuenta que el odio de su abandono me había cegado.

Creí que se lo había buscado, y estaba más enojado que triste por la situación en la que nos había puesto.

¿Por qué me dejaste, si tanto te necesitaba?

Todas las mujeres en mi vida habían dejado un agujero en mi corazón. Empezando por mi madre, ¿qué más me quedaba siendo yo tan pequeño en comparación? Nunca valoré la risa de Cillah ni su elegante caminar. Era grácil, astuta, valiente. Era la Tirenna que nunca llegué a conocer.

Mi padre hablaba de ella tal como era Cillah, pero a sus ojos esa muchacha jamás sería suya. El desprecio que le tenía era tan grande que odiaba ver su melena dorada. Yo sabía que era el recuerdo de mi madre que lo atormentó hasta la muerte.

¿Me pasaría lo mismo a mí? ¿Bailando con un vestido vacío para después verlo como una súplica silenciosa de mi mente para no morir en la infelicidad?

Me martillé un dedo. Maldije por lo alto mi nula concentración y bajé de nuevo a la sala, sosteniendo la uña de mi dedo índice.

Con lágrimas en los ojos, me curé como pude. Arranqué la uña de su lugar que aún se mantenía unida a mi carne tan solo por un colgajo amoratado. Eso sí no se podría poner peor.

Sobre el abismoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora