Capítulo 27

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Mini-maratón 1/2

Alice había intentado subir a desayunar con los demás al día siguiente, pero Tina no tardó en engancharla de la oreja y devolverla a la cama. Por mucho que se quejó, no le quedó otra que tumbarse y cruzarse de brazos para demostrar su enfado. Y el bebé empezó a reírse. Alice se lo hubiera creído si alguien le hubiera dicho que se reía de ella.

Ya no estaba cansada en absoluto. Se había pasado casi veinte horas dormida. Solo quería ir a entrenar. Estaba aburrida. Pero Tina no le dejaba. Decía que tenía que reposar y empeoraría. Claro está que Alice no le hizo demasiado caso.

Tenía controlados sus descansos y sus horas de comidas. Así que, cuando Tina desaparecía, llegaba su momento de levantarse de la cama y hacer estiramientos. No quería ni imaginarse lo que le haría Rhett si se enteraba de que no había hecho nada en días. Iba a matarla a base de dar vueltas al campo.

Pensó que las cosas mejorarían de esa forma, pero el destino no parecía estar de su parte. La primera semana fue bastante llevadera. Especialmente porque Tina dejaba que estuviera con el bebé y Alice había descubierto qué hacer exactamente si se reía, si lloraba, si abría y cerraba los puñitos y si ponía muecas. Pero se sentía muy sola. Tina no dejaba que los demás bajaran a verla, aunque no entendía por qué. Solo Rhett y Max. Y, de ellos dos, solo venía el primero. No había sabido nada de Max desde la tarde en que se había despertado después de perder la memoria temporalmente.

Alice estaba sola con el bebé y Tina en el hospital. Las únicas personas que iban eran los heridos por algún entrenamiento o las personas con algún tipo de problema que buscaban medicamento. Solo ellos. Y, claro, no hablaban con Alice. Tina les tiraría de la oreja si se enteraba de que habían inclumplido sus normas. Alice suspiraba sonoramente durante las visitas para intentar hacerse notar, pero no servía de mucho.

Y, por si no fuera suficiente, solo podía comer de ese estúpido puré de hospital que no sabía a nada. Lo odiaba. En realidad, odiaba todo lo relacionado con estar ahí tumbada.

Pero no fue hasta la segunda semana que las cosas empezaron a complicarse.

Como cada mañana, intentó ir a ver al bebé para pasar el tiempo, pero se sorprendió cuando una de sus piernas no respondió. Se cayó al suelo con un golpe sordo y sintió un dolor punzante en el codo y la rodilla. Bajó la mirada, extrañada, y consiguió mover la pierna otra vez. ¿Por qué no le había hecho caso a la primera? Se puso de pie de nuevo y siguió con su camino, un poco más tensa.

Sin embargo, ese fue el principio del fin.

Volvió a caerse dos veces ese día por el mismo motivo. Al menos, había conseguido evadir a Tina. A saber lo que haría si se enteraba de que casi no podía andar. Se dio la vuelta, extrañada, y se miró la pierna en cuestión. La revisó con los ojos, pero no parecía pasarle nada.

Entonces, sus mirada se detuvo en su pie. La piel blanca estaba azulada en la parte de los dedos. Alice se estiró y los tocó. Apenas podía sentirlos. Frunció el ceño e intentó moverlos, pero fue inútil. Tocó la zona azulada con la punta de un dedo y se volvió blanca por un momento antes de volver al tono azulado.

—¡Alice! —Tina la acababa de descubrir en el suelo y se acercó rápidamente—. ¿Qué pasa, cielo? ¿No te encuentras bien?

—Yo... estoy bien, solo... eh... —mintió, mirándose el pie cuando la ayudó a sentarse en la cama.

Pero Tina no tardó en darse cuenta de que era mentira. Unos días más tarde, Alice vio que el azul había ascendido hasta su tobillo. Tina también lo había notado, obviamente. Ahora, la obligaba a pasearse por el pequeño hospital con una muleta. Alice se sentía ridícula, pero al menos no la veía nadie. Literalmente. Porque nadie había vuelto a verla. Ni siquiera Rhett.

Ciudades de Humo (¡YA EN LIBRERÍAS!)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora