02: Cuatro Paredes Blancas

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Su reloj biológico era un desastre.

Él, en sí mismo, era un desastre.

Las noches para Joaquín eran largas, llenas de color y música, pies descalzos sobre la madera y café caliente en una taza. Sus tardes cortas, entre sueños y somnolencia de quien recién despierta, duchas largas y camisetas blancas manchadas de pintura que servían para usarlas mientras el tiempo pasaba, mientras la inspiración llegaba o dibujaba ya un boceto sobre el lienzo y las mañanas, no existían mientras durmiera en calma, soñando quizás con un paisaje que jamás ha visto, una escena que recuerda y parece tan clara que despierta con el cosquilleo hasta en los dedos de los pies. Los sábados, da clases en un centro cultural a pequeños artistas, llenando sus coloridas mentes de posibilidades infinitas y eso, lo poco o mucho que pueda obtener de ello, le sirve a la perfección para su día a día, después de todo, lo único que necesita es comida, ropa limpia, una ducha caliente, café y todos los colores y lienzos del mundo, todos los lápices y hojas blancas que pudiera cargar en sus manos y que el centro le facilitaba a cambio de parte de su salario. Pago en especie y en efectivo y así funcionaba para todos.

Entrar en el estudio de Joaquín, era despedirse de la luz por completo. La única ventana estaba cubierta de mantas gruesas que no permitían el acceso del brillo del sol, reservadas únicamente para la luz de luna en los días que le cumplía ese capricho al pintor, iluminando su estancia. Un pequeño sofá color uva descansaba frente a una mesa de centro, la alfombra suave y blanca que abarcaba casi todo el espacio delimitado como sala de estar por el único habitante. En la habitación (que era solamente un área del piso delimitada por una cortina de tela gris teñida de negro en los bordes inferiores) había un colchón en el suelo, —esquinado porque Joaquín duerme de maneras inhumanas y no quiere caer de su cama— lleno de mantas cálidas, sábanas suaves y muchas muchas almohadas, que está siempre desordenado, pero nunca sucio. La pequeña barra que sirve de comedor a un lado del fregadero y una nevera de poco más de un metro de alto, generalmente está llena de las herramientas del pintor. Oleos y acrílicos sin tapa, más de dos paletas distintas con bases o contornos según se ocupen, pinceles húmedos y a veces todavía con pintura y pasteles, sus preciados pasteles que tanto amaba difuminar, enfilados uno contra otro en el mejor de los casos o a veces simplemente, rociados por algún espacio de la barra.

No existía rincón alguno de ese peculiar hogar donde no hubiese algún retrato colgado de la pared, sujeto de algún marco o a veces simplemente con un trocito de cinta adhesiva. Había tanta gente ahí, tantas historias detrás de cada dibujo, tantos sentimientos plasmados sobre un lienzo que alguna vez fuese blanco, que Joaquín jamás se siente solo.

Es cuando pone el reproductor y conecta las bocinas, aprovechando el último piso como suyo totalmente, que la magia toma forma. La música se funde en las paredes blancas y rebota en cada poro erizado de Joaquín, quien al ritmo de un platillo y las cuerdas de un bajo, deja volar su imaginación esperando llegue la tarola, que recibe con un brinco de pies descalzos y un pincel bañado de pintura celeste.

Bailaba, cantaba y tomaba cada suave onda de la melodía como ángulo perfecto para una curva en su pintura. Mezclando los colores en la paleta de forma meticulosa hasta obtener el lila que vio en sus sueños, el tono exacto, un poco de blanco y tal vez azul cuando ha aclarado demasiado, toma forma y parece crema de zarzamora, como lo imaginó, como debe ser y le fascina. Le agradece a su musa en silencio, en sonrisas fugaces que se pintan de color dorado, como su cabello y Joaquín siente que podría pintar el cielo entero, usar el mar de fondo y robarse el brillo de la luna para las luces, sólo con rememorar esa hermosa sonrisa.

Se mueve hacia adelante, hacia atrás, su rizado cabello negro se mueve sobre su frente y las gafas le rebotan en la nariz en cada brinquito. Una mancha blanca de dedos descuidados sobre el cristal y Joaquín se ríe de su propia miseria, limpiando con una franela húmeda el lente izquierdo. Se lava las manos más de lo que puede contar con todos sus dedos, llega un punto en el que hay demasiado calor y se sujeta el fleco en una coletita alta sobre su frente. A veces se muerde los labios, otras se inclina demasiado hacia un lado, ha llegado incluso a doblar casi por completo su espalda buscando el ángulo de pincelada perfecto y cuando el café se acaba y la música deja de sonar, han pasado horas de duro trabajo que nunca es remunerado, porque nunca sale de ese estudio...

Ya está amaneciendo y es el amanecer quien alerta a Joaquín de que es hora de ir a la cama, como todos los días.

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Harto, es ciertamente un adjetivo pobre para describir su situación actual.

Ha perdido ya la cuenta de las horas, las notas de un bloc de 8cmx8cm llenas de ideas dispersas perdidas en el océano de sus pensamientos que yacen en el suelo arrugadas. Le pesan los párpados y sin embargo se resiste a dormir, no, no hasta tener al menos un párrafo escrito.

Y todo estaba tan claro, era tangible en la punta de sus dedos y la tinta de su bolígrafo de punto fino. Era real, maldita sea, lo era y era perfecto pero sucedió, sucedió y se pregunta en intervalos bastante cortos ¿Qué hizo mal? Y ¿Dónde diablos está su historia?.

No se pierde lo que jamás se tuvo y Airam era la viva prueba de ello, su musa de susurros calmos y toques delicados, su fuente de inspiración, la razón de sus puntos y comas y la vida detrás de Odette y sus rizos color caoba, del sonido del último viaje partiendo de Londres y los gritos de August detrás del tren diciéndole cuánto la amaba.

Airam subió al tren de Odette para no volver nunca, enamorado de un joven bailarín de plaza, que descalzo danzaba sobre la lluvia de Mayo, cautivando en sus olas canela y miradas de miel furtiva, a quien inspirara las primeras letras de Emilio.

Y está solo, sentado frente a una computadora que se burlaba de él en cada parpadeo del cursor. Cuando Airam se fue, se llevó consigo su historia, la historia de una estudiante de canto que toma el mismo tren que un escritor frustrado, la historia de como Emilio detuvo la puerta para dejar pasar al más bajito, de cómo Odette dormía en calma junto a un hombre de canas y sueños de palabras entintadas, la historia de un cantante que se enamoró de un bailarín y dejó a un escritor enamorado en la nada.

“Permíteme perder un poco la cordura, alegando tener el corazón roto, cuando eso claramente me mataría, pero, oh, Odette... No sabes cuanto duele, no sabes lo real que se siente, no sabes el frío invierno que ataca mi corazón en este caluroso Mayo de Verano que juraste, me amarías por siempre...”

Desliza sus dedos por cada tecla, sintiendo como cada nudo en su garganta se desbarata en cuerdas suaves que lloran al caer, como finas agujas de hielo que se incrustan en su corazón.

Hay cuatro paredes blancas a su alrededor, la luz de la computadora iluminado su rostro deshecho y lágrimas mojando sus dedos, que no se detienen, que hablan en nombre del silencio de un escritor sin letras.

Quizás, Odette dejaría a August con un libro sin epílogo.

Así como Airam dejó a Emilio, con un libro sin historia.

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La Iris que no se llama Iris, les ama. ♡

Pinceladas sabor chocolate || EmiliacoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora