08: El Club De Los Desdichados

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—Mira ahí.

Emilio alza la vista de la hoja a medio secar entre sus dedos, mirando hacia Joaquín quien mantiene sus ojos brillantes fijos en una escena no a muchos metros delante.

—¿Uh?

—Ahí. —insiste, señalando con la cabeza.

El más alto sigue la mirada ajena, encontrando no muy lejos, una pareja de ancianos que tomados de las manos alimentan a las palomas con migas de pan.

—Vamos, te reto a hacerles una historia. — una sonrisilla en sus labios, sus ojos brillantes de melancolía.

Emilio parpadea un par de veces antes de entender que su peculiar compañía va en serio con eso de la historia y sonríe, bajando un poquito la cabeza. Sus codos sobre sus rodillas y las manos flojas al frente, su mirada hacia arriba observando la escena.

—Se conocieron en un tren.

—¿Que tienes tú con los trenes?

Riendo en voz baja, Emilio asiente y se declara culpable alzando las manos, después de haberle dejado leer el prólogo del que fuera su primer borrador a Joaquín, definitivamente se había condenado solo.

—Bien, en un tren no. — voltea la hoja entre sus dedos, mirando al suelo cubierto de pasto seco. —Él era mesero...

Joaquín se sienta con los talones juntos, sobre la banca del parque, volcando toda su atención al escritor.

—Y ella corista de una cantante de bar. —continúa, las escenas desarrollándose como un rollo de película antigua. —Él la veía cantar todas las noches, desde detrás de la barra. Era tan hermosa, con su vestido de lentejuela rojas y su cabello castaño, suelto y rizado por las puntas... Él, bueno... — titubea, aclara la garganta y se sacude los hombros. —La primera vez que le habló, fue detrás del escenario, le invitó una copa que sacó sin permiso de la barra y se sentaron en el escenario a oscuras, a beber un Martini a sorbitos y contarse la tarde, como si se conocieran de años por noches de miradas furtivas...

Joaquín sonríe, le toma las manos con delicadeza y Emilio pega un respingo, mirando con los ojos bien abiertos al pequeño pintor bajo su nariz.

—¿Cómo lo haces? —pregunta, bajito y en complicidad mientras acaricia sus nudillos.

—¿El qué?

—Crear. — se endereza, lo mira de frente. —Siempre me ha fascinado la forma en la que los escritores hacen eso, uno jamás va a conocer a los personajes, nunca sabremos cuanto mide La Maga de Horario, o cuantos lunares tiene la Beatriz de Dante, si Julieta arrugaba la nariz cuando se molestaba con Romeo. —enumera al aire, con los dedos de la mano izquierda señalados por el índice derecho. —Y sin embargo, los vemos. Los vemos cuando parpadean, cuando besan, cuando lloran porque ustedes lo hacen posible, porque lloramos sus lágrimas... —Joaquín suspira, sus manos juntas dentro de sus muslos. —¿Cómo haces eso? —susurra, cabizbajo. —¿Cómo te metes en el corazón de un lector para dejarle tan dentro a alguien que no existe?

Emilio sonríe, entre abrumado y halagado y dirige su mirada al cielo, pensando.

—Como tú tomas un pedazo de papel y le dibujas una escena. Como tú me cuentas una historia en el retrato a lápiz de dos ancianos tomados de las manos en el parque... Así, como conviertes un trazo de pintura azul en el destello de los ojos de alguien quien espera su cita en el café.

***

Joaquín se balancea sobre sus talones, a un escaso paso de distancia de su acompañante al que por alguna razón mucho más grande que sí mismo, le cuesta llamar "amigo". Han sido pocas las veces que se han visto, efímeros encuentros que le llenaban tanto el corazón y la cara de sonrisas. Consideraba claramente mediocre el título de "amigo" tratándose de Emilio desde aquella vez en su estudio. Los íntimos despertares no se volvieron a repetir desde esa mañana, no por vergüenza ni miedo porque al final, ya se había desnudado frente a él en el momento que le mostró su estudio, ya Emilio le había llevado al éxtasis al besarle los párpados antes de despertar y, según la literatura y el mundo, uno ya es íntimo al extremo cuando se hace el amor.

Pinceladas sabor chocolate || EmiliacoWhere stories live. Discover now