03: Retrato A Lápiz

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Los pasos repiquetean en el asfalto mojado, pasando un transeúnte de abrigo largo cabizbajo, iluminado su perfil sobre la bufanda color pimienta por las luces ámbar y cían de las farolas y los autos. La noche, más tranquila de lo que debería, agobiando su mente de pensamientos repetitivos, de culpas y reclamos internos que pudieron haber sido acallados por el bullicio de la ciudad nocturna. Sin embargo ahí está, acompasado su corazón aprisionado entre jaulas de costillas con los pasos fríos de sus botas en el invierno. Llovió, toda la tarde como si estuviera el clima en solemne compañía con sus sentimientos, como si el cielo se hubiese nublado como sus ojos y...

—No. —Emilio deja caer el índice contra la tecla de borrado del teclado, bufando, soplando los rizos que caen por su frente que ya le pican los párpados y deja caer su espalda contra la silla frente al ordenador. —No, no, ¡No, Ahg! —insiste, golpeando con los puños las teclas y llena de palabras sin existencia en su idioma y letras dispersas en la hoja de su documento de Word.

Cierra el portátil, más fuerte de lo que quisiera haberlo hecho porque eso que tronó seguro fue una pieza o una tecla o algo importante de su único compañero de desvelos y testigo de sus sueños. Y se lamenta, tanto, mientras se revuelve el cabello rizado. En la ventana, se ve la tormenta todavía a luz de medio día, se está cayendo el cielo decía su abuela y Emilio se lo repite mentalmente, hastiado de que el clima también estuviera en su contra ese día.

Cuando toma la chaqueta del perchero, sin mucho cuidado ni atención y empuña las llaves de su habitación rentada entre su palma y dedos, todavía la frustración le abruma la razón y se transforma en punzadas de dolor sobre su cien. Migraña, maldice mentalmente y baja los escalones de la pensión rápido y en bloques de dos en dos, sus botas enlodadas y viejas, ah, pero tan fieles, truenan en cada escalón que pisa rumbo a la salida, al día gris que llora sobre su cuerpo.

—Necesito salir más...— Emilio sube la mirada al cielo, hablando con nadie y consigo mismo. —Ya pienso igual que August...

Su personaje seguramente hubiese cruzado el umbral de forma poética, caminando por la acera rodeado de un aura de tristeza igual de poética, incluso en pasos lentos que se guiaran por el latir de su pisoteado corazón.

Pero Emilio, un escritor sin un libro, veinticuatro años y recién abandonado por su novio que lo dejó por un bailarín, camina entre más gente de la que le gustaría por la calle, se detiene de todos los semáforos esperando por los tristes treinta segundos de paso al peatón que lo llevarán al maravilloso mundo del otro lado de la calle...

Hay alguien, entre el grupo de gente que espera el paso, que fuma y es la cereza de su pastel de desdicha, porque Emilio odia que fumen cerca de él, tal vez un poco más que a sus ideas dispersas y eso, es decir bastante. Agradece incluso que el insistente goteo sobre su capucha acallen la cadenilla de maldiciones que suelta sin reparo, dedicadas al tipo del cigarrillo.

Camina sin rumbo y sin ganas, huyendo de sus propios demonios en forma de letras y la A se ríe de su desgracia con esa enorme boca abierta, mientras la S le recorre los hombros y le susurra eres un fracaso seguida de la K que no ha dejado de reírse a carcajadas. Cuando levanta la vista y afloja el apretar de sus dientes, hay un letrero de “Bienvenido” en azul a pocos pasos de distancia, colgado en la puerta de cristal de una pequeña cafetería.

—Honey Tea... — lee Emilio en voz baja mientras sus ojos pasan por las letras cursivas color marrón claro sobre la placa blanca, adornadas de una tacita humeante.

Es la segunda vez que entra y la primera que repara lo suficiente en el nombre de la cafetería. Tristemente un solo recuerdo le llega en ese momento y tiene nombre impreso, como el sabor del último beso que le dió a Airam, uno que supo a florentina...

Pinceladas sabor chocolate || EmiliacoWhere stories live. Discover now