17.

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Ana

No pude dormir en casi toda la noche pensando en todos los besos que nos habíamos dado Lian y yo. No fuimos a más; sin embargo, sentarme en sus piernas y ser besada hasta la saciedad era, de cierta forma, intimar.

Mis padres, por suerte, todavía no habían regresado cuando él me trajo a casa, pero sí lo hicieron media hora después y pasaron a desearme buenas noches.

Cuando sonó mi alarma para ir a la escuela, me sentí tan avergonzada que pensé en no ir y quedarme en casa fingiendo estar enferma. Pero no pude hacerlo al pensar en Lian y en que quería verlo y comprobar que lo de anoche no fuese solo parte de algún regalo.

Pensé en tantas tonterías durante la noche que no pude evitar reírme al recordarlas. Incluso llegué a pensar en que tenía una enfermedad terminal sin saberlo y que todos se habían puesto de acuerdo para tratarme bien durante mis últimos días.

Por supuesto, la idea quedaba más que descartada. Yo gozaba de buena salud y no tenía ningún síntoma alarmante, tampoco cambios en mi cuerpo, salvo aquellos que implicaban el final de la adolescencia.

El buen humor se me esfumó al volver a recordar a Leila y a los chicos, así que de inmediato le envié un mensaje, el cual contestó a los diez minutos.

Leila:

Fue una noche muy loca, casi nos metieron presos. ¿A dónde demonios te fuiste?

Me quedé boquiabierta ante esas palabras. ¿Cómo es que habían ido casi a parar a prisión? Contesté el mensaje preguntando si estaba bien e inventé que mi padre me había encontrado y sacado de allí. Aquello era bastante creíble y menos comprometedor que lo que pasó de verdad.

Leila:

Te terminaré de contar en la escuela. ¿Terraza?

Respondí que estaba bien y me seguí arreglando para ir a la escuela.

Mis padres estaban en la cocina, charlando como siempre, pero los sentía distintos, un poco más distantes. Aquello no me gustó en lo absoluto, así que pregunté si había hecho algo.

—No, cielo, no has hecho, nada, pero entendimos que eres mayor de edad ahora y que querías pasar a solas tu cumpleaños.

—Bueno, gracias —respondí.

—Bonita pulsera —comentó mamá mirando fijamente la pulsera, la cual hice intento de quitarme—. No, úsala, te luce muy bien.

—No, pero es muy...

—Es linda, el reglamento no lo prohíbe, ¿o sí? —dijo papá, a quien miré con el ceño fruncido—. Bueno, iré al auto.

—Sí —asintió mamá.

Papá le dio un beso a mamá y a mí solo me acarició un poco la cabeza antes de marcharse. Aquello me confirmó que estaba molesto.

—¿De verdad no está pasando nada? —le pregunté a mi madre, que en ese momento se levantó para recoger los platos que habían utilizado.

—No, hija, ¿por qué?

—Lo sabes: no actúan con...

—Oh, olvidé que tengo que ir al banco —dijo apresurada—. Cuando termines deja los platos en la mesa, cielo. No los laves, por favor.

—Pero, mamá...

—Por favor. Vas a llegar tarde a la escuela.

Mamá también me dejó una leve caricia en la cabeza y se marchó. Pocos segundos después escuché que encendía su pequeño auto.

POSESIVODonde viven las historias. Descúbrelo ahora