XVI. Una parada inesperada

726 28 1
                                    

XVI.          Una parada inesperada

Seguimos caminando por la ciudad. Para cuando el sol se encuentra por encima de nosotros, indicando que ya había llegado el medio día, estamos a poca distancia del tren eléctrico. En el camino hemos tenido que eliminar a unos cuantos zombies, pero no hubo mayor problema. De hecho, estos muchachos parecen bien entrenados. Saben lo que hacen y coordinan acciones sin decir una palabra. Me sorprende.  Usualmente los Nativos son un desastre.  Alguien los ha estado preparando.

Cuando un zombie se acercaba caminando a lo lejos y nos notaba y comenzaba a caminar hacia nosotros gruñendo, uno de ellos aceleraba el paso y lo interceptaba, atravesándolo en la cabeza con una especie de estilete que cargaban. Cuando eran dos o hasta tres, era también uno el que los interceptaba. Pero cuando eran más, iban los dos. Era sorprendente que coordinaran eso sin hablar, solo con miradas.

Mientras tanto, ella seguía caminando por detrás.  Como si hubiese que protegerla. No hacía falta que lo dijeran. Ella tenía alguna clase de valor, por el que había que protegerla. Quizás ahí estaba la clave. Quizás era cierto que ella era el nexo con los Halcones, los que dominaban la plataforma superior del tren eléctrico.

“Tú eres hija de alguien importante”, digo de pronto sin realmente prensarlo. Simplemente saltó a mi boca sin pasar por los filtros usuales. “Tú eres hija de alguien importante entre los Halcones. Pero ahora estás trabajando con otro grupo. ¿Es eso?”

Ella se me queda mirando y no dice nada.

Caminamos por un poco más de tiempo y luego ella llama a un alto.

“Paremos a descansar y a almorzar”, sugiere. Yo miro alrededor preocupado. Uno no para en el medio de la ciudad a descansar. Así no es como se hacen las cosas. Pueden rodearnos fácilmente. Uno para en lugares seguros y resguardados por largos periodos de tiempo. Lo que sugiere ella no tiene sentido. Me le quedo mirando esperando alguna clase de explicación. Ella termina por sonreír.

“No me refiero a comer aquí en el medio de la pista. Eso sería demente”, dice. Yo me mantengo en silencio y espero a que se explique. “Es más, ni siquiera tenemos comida con nosotros. Me refiero a ir con Carlos”

¿Carlos? No suena muy profesional. Pero prefiero no insisitir más.

Nos desvía del camino un poco. Nos aleja de la avenida por la que estábamos caminando y nos adentra en una zona residencial por unas calles transversales. Llegamos a otro edificio de departamentos. El más alto de la zona.

“Aquí está Carlos. Subamos”, dice ella. A mí no me gusta la idea. Un refugio en lo más alto de un edificio para mí es pésima estrategia, porque te expones a quedarte rodeado. Cuando la horda pase por aquí, este tal Carlos estaría atrapado por varios días. Y lo que es peor, si un zombie ubica que hay un humano ahí, la horda subiría y eventualmente entraría a su refugio. Y adiós Carlos.

Pero en fin. Si solamente estamos subiendo a almorzar y descansar una hora, no tendría objeción. Así que ni modo, comienzo a seguirlos por las escaleras hacia arriba.

Cuando llegamos al piso diez comienzan los problemas. Ahí, aglomerados alrededor de la puerta a un departamento, se encontraba un grupo de unos quince zombies. Todos ellos en un estado avanzado de descomposición. Estos pobres diablos habían estado aquí por un buen tiempo y no habían probado carne viva por varias semanas. Estos eran la variación de zombie más peligrosa de toda. Los más hambrientos y más agresivos.

Los escuchamos desde dos pisos antes. Están raspando una puerta y gruñendo. Entre ellos se empujan. Rara vez los zombies se agreden unos a otros. Estos, sin embargo, están a ese nivel de desesperación. Pasar por encima de ellos sería muy peligroso. Ella, sin embargo, nos indica en silencio una puerta en el piso anterior, la cual está sin llave. Luego me indica que no hable y que no haga sonido.

La puerta da a la sala de un departamento viejo y abandonado. No tiene muebles. Ella cierra la puerta después de que todos estamos dentro. Lo hace sin hacer sonido. Luego me indica que fuésemos a otra habitación, la cual supongo que alguna vez había sido el comedor. Tampoco tiene muebles. Lo que sí tiene es salida a una terraza. El vidrio que alguna vez había separado el comedor de la terraza está roto. El acceso a la terraza es directo.

Ella me indica que salga a la terraza. Ahí encuentro algo bastante fuera de lo común. Es más, me llama la atención que nunca antes lo haya visto en otros tantos edificios a los que he entrado desde que me he dedicado a ser Caminante. Es una estructura de metal a modo de escalera de mano que está fijada a la terraza y que va hacia arriba. El primero de los jóvenes que nos acompaña no espera nada y simplemente comienza a subir por la escalera. Yo me dispongo a mirar hacia abajo y así estimar lo que pasaría si me caía, pero ella me indica que mejor no lo haga.

Me aferro entonces a la escalera de metal. A mí nunca me han gustado las alturas, pero en fin, siempre he hecho lo que se ha tenido que hacer. Sobre todo cuando vengo a la ciudad.  Así que ni modo. Me concentro en ir paso a paso. Subo uno por uno los barrotes que llevan de la terraza hacia arriba. En cierto punto cierro los ojos, porque la tentación de mirar hacia abajo es demasiado fuerte. No obstante, esto hace que agarrar el siguiente barrote transversal sea más difícil, así que tengo que optar por abrirlos y tenerlos fijos en la escalera de metal.

En un momento pasa una ráfaga de viento fuerte que no me habría tumbado, si no fuera porque estaba realmente nervioso y me sudaban las palmas de las manos.  Es cada vez más difícil sujetarme, pero hago lo que puedo.  El viento me desconcentró completamente, pero otro viento me hace volver a asumir mi realidad: Estoy a nueve pisos de altura, sujeto a una escalera de metal cuya solidez no conozco realmente. Lo que es peor, no sé hacia dónde voy.  Está bien, sé que voy hacia arriba, pero no sé qué hay allá arriba. O quién es ese tal Carlos.

“¡No te detengas!”, me susurra ella desde abajo. Yo vuelvo a concentrarme, respiro profundamente unas cuantas veces y luego continúo mi ascenso.

Pasamos el piso 10, el que habíamos visto que estaba plagado de zombies hambrientos. No obstante, la escalera de mano sigue subiendo. Si bien hay la forma de parar en la terraza del piso 10, el joven que subió antes que yo había seguido subiendo, lo que decido no cuestionar. Si ellos consideran que es más peligroso pararse en ese piso que seguir colgado de una estructura de metal a diez pisos de altura, no pienso que estoy en posición de ponerlo en duda.

Subir del piso 10 al piso 11 se me hace más fácil. Una vez que agarro ritmo, ya es cuestión de simplemente dejarse llevar. Llegando al piso 11, el joven me ayuda a pasar a la terraza. Me toma un esfuerzo, pero al final puedo hacerlo. Ayudamos luego a llegar a la terraza a ella y luego al otro joven. Y recién entonces me doy cuenta de que no estamos solos. Parado en el comedor de ese otro departamento se encuentra un hombre de avanzada edad, larga barba y ojos penetrantes. Se trata del denominado Carlos. Ya tendría oportunidad de conocerlo mejor.

Requiem por LimaWhere stories live. Discover now