Despedida

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Ahí estaba ella, confiada como solo se puede estar en tacones de quince centímetros y un vestido que valía lo que mi departamento. Sus ojos claros, de un color similar a la miel oscura de las flores de las montañas de Erasti, no abandonaban los míos y su sonrisa no dejaba lugar a negativas. Ejecuté como pude una reverencia, tal y como nos habían enseñado en el cuartel en las clases de etiqueta y protocolo. Solo era un soldado, ella era miembro de la corte, la más poderosa y de mayor jerarquía de todas. Mi reverencia pareció agradarle, su sonrisa solo se ensanchó más.

Frente a frente nos dispusimos a bailar aquella pieza que llenaba el espacio entre ambas. Una pieza lenta, para mayor tormento. O quizás, extrema fortuna. Con sutileza sequé el sudor de mis manos en mi pantalón. Fue una suerte que lo hiciera, nuestras manos chocaron el aire. Adrianne levantó una ceja y volvimos a intentarlo, con resultados similares.

Mi mano derecha no dejaba de chocar su izquierda en lo alto y mi mano izquierda con su derecha, a la altura de nuestras caderas. Cada roce de nuestros dedos se sentía torpe e indebido, inútil. Mis mejillas no tardaron en colorearse.

—Usted es la reina, debe guiar —susurré en cuanto noté el problema.

—Tu llevas el traje de tres piezas, tú debes guiar —inclinó su cabeza sobre su hombro, casi como un cachorro curioso, solo que sin los ojos redondos y tiernos. En ella era más un gesto de curioso reto. Una duda disfrazada. Me sentí analizada a fondo.

—No sería correcto, su majestad —dije después de un carraspeo.

—Bien, lo acepto solo porque empezamos a llamar la atención —espetó sacudiendo su largo cabello sobre sus hombros. Tenía razón, las miradas de todos empezaban a clavarse en nosotras. Algunas eran divertidas, otras curiosas y una que otra colmadas de envidia y rencor mal disimulados. Era justo lo que me faltaba, convertirme en el centro de los chismes de la corte y el ejército.

Su mano derecha sujetó con firmeza y calidez mi cintura y su mano izquierda atrapó mi mano derecha con una mezcla de infinita delicadeza y firmeza inusitada.

Contuve un jadeo. La mano que estaba en mi cintura se había colado bajo la chaqueta del traje y aprovechaba la relativa privacidad para acariciar con sutileza la curva de mi cintura. No era un gesto obsceno, no subía más de lo previsto ni bajaba lo suficiente como para rozar mi cadera, solo me acariciaba, un gesto distraído quizás.

—¿La gran artista planea una nueva obra? —inquirió mientras girábamos. Su perfume y su aroma me rodeaban como un hechizo, demasiado dulce y a la vez, poderoso. Era como una energía contra la que era imposible resistirse, solo quedaba rendirse y aceptar su guía como un fiel sirviente.

—Estoy en mitad de una —resoplé. Sus caricias continuaban, sus dedos dibujaban círculos sobre el chaleco. Deseé retirarlo y sentirla contra el fino material de mi camisa. Malditos trajes de tres piezas.

—Tengo que admitir que no he leído tus libros...

—Xanthe —me presenté. Una ola de indignación me llevó a agregar—: ¿Cómo sabe que no los ha leído si ni siquiera sabía mi nombre?

Su mirada adquirió un brillo peligroso por unos segundos, los suficientes como para verme decapitada o condenada al pelotón de fusilamiento. Mis pies siguieron sus pasos por inercia, pero mi alma y mi mente se encontraban perdidas en algún lugar que no podía identificar.

—No tengo tiempo para leer —bufó—. No he leído a ningún autor de Calixtho, pero ya que te molesta tanto —hizo una pausa para soltarme y hacerme girar bajo su mano, luego tiró de mí, rodé sobre su brazo y terminé de espaldas contra su pecho. Estaba atrapada entre ella y nuestros brazos—, te leeré.

Treinta DíasWhere stories live. Discover now