Preparativos

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Los días después de nuestro encuentro en el parque pasaron como un ciclo infinito rebosante de sopor. Como siempre, Rianna había retrocedido a su usual estado de eterno reproche, no era una retirada o una victoria para mí, ese era su comportamiento habitual. Cruzarme la cara para luego recargar durante sus baterías de odio y desprecio y cruzármela de nuevo. En mi adolescencia había aprendido a leerla, sabía que podía provocarla en esos días de letargo y que debía evitarla en los días violentos. No era una ciencia exacta y muchas veces su odio solo crecía y en lugar de una bofetada, podía recibir dos, o tres, si no lograba escapar a tiempo.

Su presencia en mi casa era un recordatorio constante de mi inutilidad para el reino. En los días en los que mis libros dejaban de ser el centro de mi vida y felicidad, pasaba a ser una simple joven fracasada a la que se le prohibía ir a luchar al frente por su país. Días como esos terminaban en hojas en blanco, frustración, lágrimas y gritos ahogados en mi almohada.

—¡Un kilo por persona! —Sus chillidos desde la cocina me sacaron de mi sopor. Aparté el rostro de mi almohada. La curiosidad ganó la partida sobre la necesidad de asfixiarme entre la funda y el relleno de látex.

—Rianna, por favor, Xanthe está trabajando y Kate juega en su habitación, las alarmarás.

—¡Que conozcan nuestra nueva realidad! —bramó—. Racionamiento —escupió la palabra como si le quemara—. Si la guerra marchara tan bien como dicen en la radio, no tendrían que racionar nada.

Abandoné mi habitación y me dirigí a la cocina. En efecto, Rianna vaciaba las bolsas de la compra y había en ellas menos productos de los acostumbrados.

—¡Hasta que al fin apareces! Debiste acompañarme, quizás así habríamos traído el doble de comida a casa.

—Te acompañaré luego, querida, Xanthe tiene muchas cosas que hacer —intervino mi madre sin dejar de lado la mundana tarea de organizar la compra en mis alacenas. Suspiré, había un vacío en mi pecho que nada parecía llenar, ni siquiera la molestia ante las palabras de Rianna.

—Iré —dije por fin—. He terminado.

—Buena suerte con eso —dijo Rianna—. Las filas para entrar a las tiendas son kilométricas.

Respondí a sus palabras con simpleza, me encogí de hombros y abandoné el departamento. Solo tuve que caminar un par de calles para descubrir que Rianna tenía razón, cada tienda contaba con su propia fila en la entrada, todo era un caos organizado que solo podía ser comprendido por quien se encontraba en él. Una sensación de angustia y agobio invadió mi pecho. Necesitaba entrar y llevármelo todo, garantizar el siguiente bocado de mi hermana y el mío. A zancadas me acerqué a la fila más cercana y con impaciencia aguardé mi turno.

Con cada hora que pasaba el sol golpeaba con mayor intensidad mi nuca. Lo ignoré como lo había hecho en el cuartel, por supuesto, con los días, mi piel había perdido el bronceado y regresado a su estado habitual, ya empezaba arder y picar. A mi alrededor las personas empezaban a impacientarse, la fila avanzaba con suma lentitud, quizás solo llevaba una hora de espera, pero cada minuto parecía un año.

—«Todo va bien en el frente» —recitó un hombre detrás de mí—. Si todo estuviera bien, no tendríamos estos problemas.

—Los bombardeos nocturnos han destruido gran parte de las cosechas de Lerei, ahora es responsabilidad de Erasti alimentar a todo el reino. Debemos ser pacientes, hay menos comida, pero habrá para todos —respondió una anciana tres puestos por detrás del hombre.

—¿Y qué haremos si empiezan a bombardear Erasti o Casiopea? ¿Y si llegan aquí? Lo harán, estoy seguro.

Un chirrido molesto vino de un adolescente frente a mí. Llevaba un radio portátil, de esos que tienen el tamaño suficiente para estar en tu casa, pero que al funcionar con baterías puedes cargar sobre tu hombro y verte moderno. En un instante noticias sobre el frente, recitadas a toda la capacidad que daban las bocinas llenaron el aire.

Treinta DíasWhere stories live. Discover now