La reina

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De haber sido otras las circunstancias, me habría levantado a toda prisa y realizado la mejor de las reverencias, pero me encontraba en un café, en medio de un ataque de inspiración y furia. Una cacofonía de ideas llenaba mi mente y ahora, con su presencia frente a mí, desaparecían sin dejar rastro, dejando a su paso la masa amorfa que de seguro representaba mi cerebro en esos momentos. No reverenciarla era mi manera de protestar y a la vez, de admirarla.

—Una escritora sin palabras, que curioso —comentó como si nada. Apartó una silla para sí y tomó asiento frente a mí. Quise protestar, la mesa me impedía la visión de aquellas piernas infinitas enfundadas en cuero y terminadas en tacones demasiado altos para mi gusto, pero que en ella solo resaltaban su belleza. Por suerte, podía disfrutar de otro tipo de vistas, una enmarcada en una chaqueta de piel y una blusa sencilla sin mangas.

—No pensé encontrarla aquí, Su Majestad —balbuceé—. Quiero decir, este no es un lugar que frecuente la nobleza de Calixtho. —Resignada y a la vez invadida por una emoción que no podía describir guardé el cuadernillo en mi chaqueta. Sus ojos siguieron el movimiento de mis manos y se clavaron en mi pecho por unos segundos más de lo que se podría considerar apropiado.

—Soy la reina de este territorio, puedo ir donde quiera —repuso con arrogancia. Dedicó una mirada altiva en la mesa y alzó una ceja al ver la infame cantidad de platos y vasos vacíos. Compuso su expresión en un instante y levantó una mano con gracia. En un instante tenía a su lado a Margry, quien, con los ojos fijos en su libreta, se esforzaba por no lanzarse al suelo a causa de alguna exagerada reverencia.

—Su Majestad, honra este humilde café con su presencia —susurró a toda prisa—. Que usted nos prefiera es algo que solo en nuestros sueños más locos habríamos podido imaginar. ¿Qué puedo traerle? Puede pedir lo que desee, incluso si no está en el menú. Por supuesto, la casa invita —dijo aquello último con un tono sugerente, demasiado servil, que indicaba que cualquier cosa, lo que fuera, le sería concedido a Adrianne.

La reina pareció disfrutar de aquel trato, asintió con lentitud y levantó el menú con una floritura. Era puro teatro, no leyó nada, solo aprovechó la oportunidad para lanzarme una mirada paralizadora por encima del borde. Estaba atrapada, no iba a levantarme de la silla ni, aunque quisiera. Y no lo deseaba. Era su presa ahora y por extraño que pareciera, se sentía bien.

—Un café con leche, por favor —pidió y quise advertirle de su error. Me encontré guardando silencio, que lo descubriera por su cuenta, lo tenía merecido por interrumpirme—. Y para ella lo que sea que haya estado tomando.

—Por supuesto, Su Majestad —Margry me dirigió una mirada interrogante y luego se marchó a toda prisa para cumplir con el pedido. El chico que atendía la caja no dejaba de contemplar a la reina, lo hacía con tanta intensidad que cualquier ladrón podía deslizar su mano en la caja y sacar el dinero y él no lo notaría.

Aproveché la oportunidad para mirar a mi alrededor y recuperar el control sobre mi mente. De la nada, el café parecía más lleno de lo habitual y no se trataba de simples admiradores de la reina, curiosos o periodistas, sino de personas con hombros tensos que fingían tomar café, leer el periódico o charlar. No me sorprendía, la reina no debía de abandonar el palacio sin su horda de guardaespaldas.

—Yo contrataría otros —dije mientras los señalaba con la barbilla—. Son muy evidentes.

—Son eficientes —sonrió enigmática, tomó su bolso de mano y lo dejó en el suelo, justo junto a su tobillo derecho. En un instante sentí una suave brisa contra mi cuello, llevé mi mano al lugar y me topé con un diminuto dardo de doble filo. Una sensación helada recorrió mi espalda, unos milímetros más y habría terminado desangrada en el suelo.

Treinta DíasWhere stories live. Discover now