Incomodidad y Venganza

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Mis ojos recibieron de lleno los frescos y potentes rayos del sol. Tiré de las sábanas hasta mi barbilla y me escondí debajo de ellas. Mi cuerpo protestó ante el movimiento, había un dolor sordo en mis piernas que subía hasta concentrarse en el vértice entre ellas. Era agradable, un recuerdo de una muy buena noche de acción y emoción.

Estaba por volver a dormir cuando otros recuerdos se las arreglaron para dominar mi mente. La nueva declaración de guerra, el nuevo frente y las batallas que aguardaban a nuestro ejército. Abracé las sábanas contra mi pecho y sentí los latidos de mi corazón contra mis manos. ¿Nos llamarían a las armas? Estrujé las sábanas. Una parte de mi deseaba empuñar el fusil y aportar mi granito de arena en esta lucha, defender mi país y a mi familia. Otra parte se negaba a hacerlo. ¿Qué sería de mí?, ¿y si moría? Tenía muchos libros por escribir, varias ideas ocultas en el cajón de mi escritorio. No podía morir.

Aunque bien podía morir en la ciudad, bajo una bomba, como una especie de cucaracha cobarde.

Me vi arrancada de mis pensamientos oscuros por el crujido de la puerta y el suave traqueteo de la cerradura. El colchón se hundió a mi diestra, un movimiento apenas perceptible, era un producto de buena calidad, de esos colchones donde podías poner una copa llena de agua a un lado y saltar en el otro sin perturbarla. Sonreí, lo mejor para la realeza.

—Estás despierta —era más una afirmación que una pregunta, Adrianne se escuchaba insegura, quizás algo tentativa—. Traje el desayuno, pero dada la hora sería mejor llamarlo almuerzo temprano.

—Sí, lo estoy —respondí en el mismo tono. ¿Por qué era todo tan incómodo? Era como tratar de cortar mantequilla como una cuchara, había algo que no estaba funcionando entre las dos y era imposible percibir el qué.

Aparté las sábanas y tomé asiento con algo de dificultad, mi cuerpo se empeñaba en recordarme por qué no debía lanzarme a los brazos de la reina. Ella solo sonrió a la par de la timidez e incomodidad que nos rodeaba, sin embargo, sus ojos la traicionaron. No tardaron en perderse en la oscuridad y la pasión de los recuerdos.

Quizás nos movimos a la vez, nos arrojamos una contra la otra o tal vez ella lo hizo sobre mí o yo sobre ella, definirlo y aceptarlo era una complicación sin la cual podíamos vivir. Sus labios recorrieron los míos y reavivaron el fuego que yacía dormido y satisfecho en el fondo de mi pecho. Sonreí contra ellos y la acerqué a mi cuerpo, quería más, había algo que deseaba más de ella, sentirla y recorrer toda su piel era una necesidad vital.

Levanté una pierna para rodear su cintura con ella y el movimiento me recordó que seguir por ese camino era una muy mala idea. Adrianne rio contra mis labios y se separó un palmo para mirarme a los ojos y batir sus largas pestañas.

—Mejor lo tomamos con calma por ahora —susurró—. Come, tengo muchas cosas que mostrarte hoy. —Señaló la bandeja que había dejado junto a nosotras y distinguí algunas tostadas con miel y frutas.

—Creí que lo tomaríamos con calma —bromeé con tono seductor mientras me inclinaba sobre ella para tomar una fresa—, si me das unas horas podemos volverlo a intentar —llevé la fruta a mis labios con extrema lentitud. Sus ojos oscuros siguieron cada movimiento con la agudeza de un halcón y el hambre del más feroz depredador.

—¿Por quién me tomas? —dijo por fin con tono reprobatorio y por un instante mi alma cayó a mis pies, ¿habría malinterpretado sus sentimientos?, ¿dónde estaba yendo todo esto y por qué seguía rodeándonos un halo de incomodidad? —. No quiero agotarte —sonrió para aligerar el ambiente—. Quizás para después, aún te debo una visita a las mazmorras.

Mi cabeza dio vueltas y olvidé por completo todo atisbo de incertidumbre. Las mazmorras. Recordé de inmediato su promesa y un aguijonazo de placer recorrió mi vientre. Un lugar apartado del palacio, un lugar donde nadie podría escucharnos o interrumpirnos. Podía hacer lo que quisiera conmigo y nadie se enteraría, podía incluso dejarme atrapada allí, encerrada como una especie de esclava o prisionera. Después de todo, la realeza y las clases más altas eran conocidas por sus gustos particulares. El dinero no solo puede comprar cualquier tipo de placer exótico, sino que con la misma facilidad puede llevarte al aburrimiento más extremo, ¿qué te queda por hacer cuando las puertas de todo el mundo estaban abiertas para ti y ya las has explorado todas? Exacto, perderte en lugares oscuros e inimaginables para el resto de los mortales. Aceptar era coquetear con el peligro, deslizarte en un camino sinuoso tapizado de cristal molido y yo deseaba hacerlo.

Treinta DíasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora