Día uno

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La penumbra cálida del local golpeó mis ojos con fina suavidad. Había un atril en la entrada con un camarero tan respingado como una espiga de trigo. Detrás de encontraban las mesas cuadradas cubiertas con finos manteles, las sillas eran de madera oscura, con la cantidad de ornamentos justa para parecer elegante sin exagerar. Cerca del fondo había mesas más privadas, no tenían sillas, sino sillones en forma de U.

—Su Majestad —saludó el camarero sin siquiera dedicarme un vistazo. Con una floritura de su mano enguantada revisó el libro de. reservaciones, tachó un nombre y sonrió con cortesía a Adrianne—. Su mesa habitual está libre.

—Gracias, Cederic, aprecio mucho tu trabajo. —Y vaya que lo apreciaba, dejó sobre el atril un buen fajo de billetes antes de abrir el camino hacia la que sería nuestra mesa.

Los comensales debían de estar acostumbrados a la presencia de la reina en este lugar, o quizás su elegancia y modales les. impedían fijarse demasiado en ella, o su acompañante.

La mesa de Adrianne era una de las más privadas del local. Ubicada en una esquina y como un sillón en forma de U, nos protegía de miradas indiscretas. Frente a nosotras quedaba un pasillo que nadie recorría porque finalizaba en una pared

El sillón era acolchado, suave y cómodo. Me deslicé sobre él mientras que Adrianne tomaba asiento con elegancia frente a mí. Sus guardaespaldas tomaron las mesas cercanas y como si se tratara de una cita para ellos, empezaron a leer sus respectivos menús, algunos incluso ordenaron. Era como si ya hubieran visitado este lugar y conocieran de memoria las opciones culinarias que podía ofrecer.

Levanté mi menú, la cubierta era de cuero y las páginas de algún material demasiado costoso y suave. Los nombres de los platos eran en exceso pomposos, cómo si te cobraran por solo escribirlos. Elegí al azar un plato que me parecía conocido y regresé el menú a su lugar en la mesa. Adrianne ni siquiera había levantado el suyo, me miraba con intensidad mientras mordía su labio inferior. El fuego de nuestro juego ardía entre ambas como brasas latentes que se negaban a desaparecer.

De la nada, una mesera apareció para llevárselo y con una inclinación hacia la reina y una floritura extrajo un cuadernillo para anotar su pedido.

—Lo de siempre, Sofía —indicó con desenfado y sin quitarme los ojos de encima—. Y para mi acompañante...

—Pato a la naranja con contorno de hongos en crema —expliqué con rapidez. Los ojos verdes de la chica parecían estar a punto de salir de sus órbitas y su pie izquierdo era presa de un tic que lo obligaba a saltar. Era más que evidente que la presencia de la reina la incomodaba.

—¿Para tomar? Puedo recomendarles un vino blanco espumante de la casa de Lykos —ofreció a toda prisa.

—Prefiero su versión centenaria, si no te molesta —respondió la reina con un gesto de su mano. La mesera se alejó a toda prisa, quizás aliviada por alejarse de la presencia de mi imponente acompañante.

—¿Siempre provocas esas reacciones? —inquirí.

—No tengo la culpa de que coloquen a la realeza en un altar, soy una persona normal —cruzó las piernas y me dedicó una mirada gélida y a la vez, abrasadora—, con gustos bastante curiosos. Esa chica ha sido testigo de un par de cosas, es todo. Puedo asegurarte que deseaba ser parte de ellas —sonrió con petulancia—, tal como tú ahora.

Quise gruñir, así que había traído más personas a este lugar, por alguna razón la idea me molestaba, ella había compartido conmigo un lugar especial para mí y a cambio solo me llevaba a uno de sus terrenos de cacería y conquista. Bien, era evidente cómo deseaba jugar, así que no le daría la satisfacción de caer en sus redes, al menos, no tan pronto.

Treinta DíasWhere stories live. Discover now