Día 6, lunes

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El despertador sonó a las cinco y cuarto de la mañana desde el interior de otra de las cajas de madera que Kara tenía esparcidas por la habitación; extendió uno de los brazos fuera de las sábanas y lo paró. Se levantó de la cama de inmediato y, mientras buscaba con diligencia la ropa del trabajo, yo me dediqué al placer de contemplarla.

—No tengo ganas de ir, pero Alfred puede matarme si no aparezco hoy —bostezó mientras sacudía los pantalones.

—Iré a buscarte —aseguré levantando la cabeza de la almohada.

—Eres la mejor —contestó sonriente en dirección al baño.

Me acerqué tras ella y observé cómo se duchaba, se lavaba los dientes y se engominaba el pelo.

Luego se colocó una especie de faja en el pecho antes de ponerse la camisa, el chaleco, el cinturón y los zapatos. Aquellos sencillos pasos lograban una transformación tan espectacular, tan cargada de ambigüedad, que provocaban una atracción enfermiza.

A Steven le sienta bien el bronceado — Bromeó mientras se anudaba la corbata — ¿No crees?

Tuve que besarla de nuevo para asegurarme de que Kara continuaba allí.

Antes de salir me invitó a registrar el baúl guardado en el único armario del salón, un cofre antiguo con el nombre de su dueña tallado en la tapa que interpreté como un regalo paterno. Al abrirlo encontré un cúmulo de cosas amontonadas: medallas de natación, un libro de cuentos infantiles, un fajo de cartas con distintos remitentes, invitaciones, entradas de conciertos y teatros, retales de prendas de ropa, botes de cristal con arena de distintas procedencias y diversidad de artilugios, pero, sobre todo, tres grandes álbumes de fotos en el fondo. Me senté en uno de los sofás e inspiré antes de verlos; sabía que entre mis manos sostenía una combinación de las dos mayores pasiones, de mi vida.

Me impresionó descubrir en la primera página a Alura Zor-El, la madre de Kara, quien apenas debía de rondar los veinte años cuando se casó, siempre extremadamente joven y alegre sobre el fondo de un rancho. Era muy rubia y pecosa,  con el pelo larguísimo y, a menudo, recogido posando tímidamente en la serie de imágenes más antigua. Zor-El, el padre,aparecía poco después; era un hombre alto y enjuto, de una delgadez seductora, con la expresión contenida, pero con unos profundos ojos azules que reconocí en seguida. En todas las instantáneas llevaban ropa humilde, típica del campo, y raramente se apreciaban escenarios distintos a la granja o a la pequeña ciudad, pero se intuía una felicidad plácida a través de los rostros de la pareja; Poco a poco fueron apareciendo fotos de los hijos; El primero, Kal-El, al poco de la boda; a continuación Jor-El, y, más tarde, Yar-El. Debían de tener los seis, cuatro y dos años cuando aparecieron las primeras de Kara, una niña preciosa y robusta que empezaba a darlos primeros pasos; después, en un salto cualitativo que atribuí a la repentina muerte de la madre, cesaban las imágenes hasta un retratode los cuatro hermanos ataviados con camisas similares, vaqueros y corte de pelo idéntico, donde Kara ya habría cumplido los siete u ocho años. Las escasas fotos de la adolescencia eran las habituales del anuario delcolegio y del instituto; con amigos, entrenandoen la piscina, sobre un podio, montada en un chevy junto a un acompañante y, finalmente, la graduación.

Luego, casi de inmediato, aparecía Lucy Lane.

Era una joven de cabello negro y grandes ojos expresivos, casi enigmáticos, con una apariencia entre romántica y distante.
Daba impresión de serenidad y resultaba bastante atractiva en las pocas ocasiones en las que sonreía abiertamente, conun ligero perfil clásico en cada uno de sus gestos.

Analicé meticulosamente su presencia junto a Kara y me di cuenta de que nunca miraba directamente a la cámara; sus ojos parecían estar siempre cavilando, pensando, en algún otro lugar.

10 Días para KWhere stories live. Discover now