Día 3

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Sin lugar a dudas, la mañana fue mejor que la noche del día anterior: me sentía más recargada de energía, ya no había ventisca de la cuál preocuparnos y no deseaba haber despertado de otra manera; sus brazos no me habían soltado en ningún momento. Detestaba mi debilidad, esa que me había obligado a mirar el rostro adormilado de Ty por casi diez minutos, pero odiaba aún más el hecho de lo haya disfrutado a montones. Se veía tan tierno, y por primera vez me vi admitiendo que era apuesto, aunque siempre lo había considerado. Algunas duendes del vecindario, e incluso mi madre, lo decían, pero decidí no darle mucha importancia. ¿Acaso yo era la que frenaba mis propios sentimientos?
Odiaba al señor Johan, pues sus palabras no dejaron de atormentarme en toda la noche, y provocaron que no parara de cuestionarme sobre el tema.
Muy a mi pesar, lo desperté. Fue realmente horrible escuchar su voz adormilada y no poder hacer nada.
Ambos comimos un poco, y al terminar, recogimos todo para seguir con el camino. No nos llevó mucho tiempo.
No fue necesario llevar una manta a la mano, pues sin el viento corriendo con gran intensidad, la temperatura aumentaba considerable. El sol, que apenas salía de su escondite en el horizonte, también ayudaba con la situación.
A pesar de que la ocasión anterior nos habíamos mantenido en silencio, esta vez comenzaba a parecerme molesto. Ahora no había una tormenta que nos impidiera hablar, ya ni siquiera caían muchos copos de nieve. Distraerme con el paisaje no servía de mucho, ya que en todas direcciones veía cosa de lo mismo: el camino de nieve perdiéndose a lo lejos, dónde sólo podía notar las sombras de las montañas altas y nevadas.
Aunque sonara ridículo, estaba aburrida.
     —¿Recuerdas el día que nos conocimos? —me preguntó Ty de pronto, lo cual me hizo sonreír. Comenzaba a creer de manera muy seria que teníamos la habilidad de leernos la mente.
     —¿Crees que podría olvidarlo? Aún conservo la cicatriz —respondí a modo de juego, mientras divagaba entre mis recuerdos:
Nos conocíamos desde hacía ya diez años, cuando ambos teníamos alrededor de nueve. Fue una tarde no muy buena para mí; mis padres estaban a punto de irse al trabajo, por lo que salí a despedirlos al marco de puerta junto a mi abuelo —cuando ya empezaba a notarse afectado por su enfermedad —. Solía hacer eso todas las mañanas, pero esa fue diferente, porque un pequeño grupo de duendes jugaba con un pelota en medio del camino. Primero no les presté atención, más fue inevitable no hacerlo cuando el balón se fue directamente hacia mi rostro sin darme la chance de esquivarlo. El golpe fue tan duro que caí de espaldas... o es que yo era tan frágil que no resistí, no lo sé. Ty fue el que recogió el balón y se disculpó por todos los demás. Al principio creí que era sólo mi imaginación, pero no tarde en darme cuenta de que no me despegaba la vista de encima, lo cual empezó por irritarme. Mi abuelo, un poco divertido por todo el suceso, insistió en que me uniera al juego con los demás duendes, y ellos terminaron por aceptar. Ty comenzó a agradarme cuando empezó a exigir que yo estuviera en su equipo, y que no era un punto a discusión. Por alguna razón me hizo sentir especial, aunque ya entendía que era un completa estupidez.
Al final, terminé el día con un mejor amigo, que además era mi vecino —me extrañó el hecho de que nunca antes lo hubiera visto —. Tardé tiempo en notar que Ty dejó de juntarse con sus otros amigos solamente por venir a pasar tiempo conmigo casi a diario: llamaba a mi puerta temprano y se iba casi al anochecer, sino es que jugábamos un rato afuera. A mis padres les agradó casi al instante.
Me sentí nostálgica.
     —Me alegra haberte hablado, aunque todos me habían puesto al tanto sobre que no tenías buena fama —se burló, a lo que yo lo empujé levemente.
     —¡Oh, cierra la boca! Tú eras el duende rompe ventanas del vecindario.
     —Sí, pero tú eras la amargada —contraatacó. Solté una carcajada limpia.
Hubo un instante de silencio.
     —En realidad, me alegro de haber fallado el tiro ese día —admitió, poniéndose muy sentimental.
     —No mientas, que yo sé que deseabas golpearle el rostro a la amargada con toda el alma —solté, haciéndolo reír —. Aunque... sí, me alegro de que seamos amigos.
     —Lo sé —declaró con una sonrisa de lado.
Y de esa forma, un tema nos llevó al otro, y eso provocó que las horas se pasarán volando y el silencio no se abriera paso entre nosotros.

Chelina ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora