Día 6

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Cuando despiertas, lo que siempre haces es abrir los ojos, sin embargo, yo en ese momento me resistí a hacerlo. Quería pensar que todo lo anteriormente ocurrido había sido una pesadilla, solo un mal sueño, y que cuando me decidiera a despertar, todo estaría como antes, que él aún estaría vivo... No fue así.
Luché.
Luché contra mí misma, luché contra esa parte de mí que quería acabar con todo ahí, a esa que se resistía a siquiera levantarse del suelo, que se negaba a sentir algo de nuevo, que no quería tener una vida en la que ese chico, que se había vuelto mi brillo sin darme cuenta, no estuviera.
Sin embargo, no podía dejarme vencer por esa parte; con todas las fuerzas que me quedaran iba a impedir que su muerte fuera en vano.
Con eso en mente, lo primero que noté era que el suelo estaba muy frío, y parecía que llevaba mucho recostado sobre él, ya que mi cuerpo estaba muy entumecido. Cuando me apoyé sobre uno de mis codos y levanté un poco la cabeza, me di cuenta de que estaba dentro de una habitación, absolutamente vacía. Lo único especial que vi fue una puerta de metal en una de las cuatro paredes blancas, así que me levanté y me acerqué a ella. Tenía un orifico de cristal en medio para mirar a través de ella; lo único que pude divisar fue un pasillo vacío, el cual me resultó conocido a primera instancia.
Luego entendí todo: estaba en la habitación donde la POT tuvo su "junta especial". Estaba en su cuartel subterráneo.
Tomé el picaporte e intenté abrir.
     —Tus fuerzas serán inútiles; tiene cinco cerraduras por fuera —escuché una voz áspera a mi espalda, a lo cual yo me sobresalté. Volteé y casi doy un grito al ver una manta negra no muy lejos de mí, donde recordé que estaba Papá Noel. ¿Cómo renos no lo vi antes?
     —¿Hay alguien ahí? —preguntó al cabo de un rato, ya que no pude decir nada. Tenía mi garganta seca y unos sentimientos muy contradictorios dentro de mí. No sabía muy bien qué tenia que hacer ahora.
     —Estoy aquí, Papá Noel —dije, sin moverme un centímetro y con el tono plano.
     —¡Oh, santos monos de nieve! Pensé que ya me habías abandonado en este horrible lugar, Chelina.
Me quedé petrificada. ¿La manta será translúcida?
     —Si no es mucha molestia, ¿podrías desatarme? —cuestionó, luego dio un quejido de dolor.
     —Ah, sí. Claro —respondí, pero luego detuve mi paso.
     —¿Qué sucede?
Miré mis pies un momento, y me sentí una duendecilla tonta por lo que estaba a punto de decir:
     —Es que... No puedo verlo. Es una de las reglas.
Por un momento no dijo nada. Posteriormente, comenzó a carcajearse. Daba mil gracias al cielo porque al menos no se rió diciendo "Jo Jo Jo".
     —¿Sabes? Siempre he creído que esa es una de las reglas más absurdas que he escuchado en mi larga vida —declaró.
     —Pero son sus reglas, Papá Noel.
     —Ciertamente, no.
Me confundí respecto a eso, pero deduje que no tenía mucho tiempo para obtener respuestas que aparentemente no tenían mucha importancia.
     —Chelina, ¿podrías por favor quitarme la manta del rostro? Estoy comenzando a asfixiarme.
Con un brazo tocando el codo del otro, avancé con paso lento. Cuando estuve frente a él, dudé por un momento, pero al final terminé estirando dicha extremidad y quitándole la manta de encima, poco a poco.
Por inercia, volteé la mirada hacia otro lado. Escuché como el hombre volvía a reír.
     —¿Podrías mirarme una vez, por lo menos?
Yo giré mi cabeza, poco a poco... Es como si me dijeran que de repente matar está bien. ¡Es una regla que me dieron a seguir desde que medía la mitad de lo que mida ahora!
Pero cuando lo hice, cuando enfoqué su rostro con la mirada, algo me dominó, algo en mí explotó. Fue como si un gran globo en mi pecho estallara e hiciera que todo doliera.
Enfrente de mí tenía a ese hombre... Las cosas no habían cambiado, sus sentimientos no lo habían hecho.
Mi labio inferior comenzó a temblar, mi piel se calentó, y las lágrimas cálidas nublaron mi visión. Me sentí débil y mis rodillas terminaron en el suelo, con las palmas sobre mi rostro.
     —Chelina... ¿Te encuentras bien?... ¿Podrías desatarme para ayudarte en lo que necesites?
Y sin importarme ni un poco la razón, sus palabras me hicieron rabiar más.
     —¿Por qué debería hacerlo...? — cuestioné casi como un rugido.
La persona que había venido hasta acá con un propósito, había desaparecido. Toda mi cordura, toda mi tranquilidad, todo el sentido de este viaje se había ido con Ty, todo estaba bajo tierra. Lo único que ahora quería hacer era golpear algo, echarme a llorar y sentirme de nuevo entre sus brazos.
Pero la vida es cruel... Y ese hombre también lo había sido con quien no lo merecía.
     —Chelina.... Yo no maté a tu abuelo —dijo con un tono dolido.
No pude contenerme más, y exploté:
     —¡¡Tú lo mataste, mataste a ambos!! ¡¡Tú tienes la culpa!! —vociferé, entretanto lloraba a borbotones. Pero esta vez era mucho peor, porque cada que una lágrima salía de mi retina, dolía imperialmente.
Él no tenía derecho de mencionarlo, él no tenía derecho de mentirme en mi propia cara, de liberarse de la culpa.
No estaba muy segura de por qué, pero el hecho de que se quedara callado y se dedicara a mirarme solamente me enfadó muchísimo. Es como si al tema no le cediera tanta importancia, como si ni siquiera se tomara la molestia de justificar sus acciones.
     —Él te adoraba... ¡¡Él creía en ti y lo dejaste morir!!... —proseguí cuando me fue posible estabilizar mi voz, aún mirando hacia abajo. No quería ni siquiera ver hacia arriba —. Y lo peor es que no fue el único... Hubo muchos más, como el señor Johan.
Me armé de suficiente fuerza y valor como para levantar el rostro y encararlo, descubrir mi dolor frente a ese hombre.
     —Y Ty... Él murió para salvarte, su ídolo —solté un sonido nasal, y me permití soltar un par de lágrimas más —. Tal vez los duendes tengan razón, y te merezcas todo esto...
Volví a agachar la cabeza, para cubrirme de nuevo; lo habría seguido haciendo de no haber escuchado de pronto un llanto que no provenía de mí, sino del sujeto amordazado. Casi de inmediato levanté la vista.
     —Lo siento... ¡Lo siento, Chelina, en verdad perdóname! —su cuerpo estaba temblando, y sus lágrimas eran mucho más grandes que las mías —. Sé que me equivoqué, sé que pude haber hecho algo por todas esas personas, estoy consciente de todo eso... Y me atormenta, porque sé que tuve parte de la culpa...
     —¿¡Parte!? —le reclamé, totalmente incrédula de sus palabras.
Ahora él fue quien se puso cabizbajo y soltó un suspiro.
     —Escucha... todas las reglas que conozcas del Taller fueron creadas por la POT, y en un inicio ellos no hacían más que cumplir bien con su labor. Pero unos meses después, poco a poco, comenzaron a establecerme restricciones: no exponerme tanto a ciertos peligros, no mostrarme muy blando con los empleados ni crear relaciones de amistad con ninguno de ellos, y así fue siendo hasta el punto de que ni siquiera podía salir de mi oficina ya que "ponía mi seguridad en riesgo" —tomó una bocanada de aire y trató de dejar de temblar —. En fin... Debido a algunas de las reglas, ellos decidieron que serían los que mantendrían la comunicación con los empleados, quienes los atenderían y satisfacerían aquellos necesidades que pudieran surgirles... En esa parte entran los jubilados y su salud.
Unas cuantas lágrimas más resbalaron de sus ojos.
     —No me di cuenta de lo que estaba pasando, no me notificaban de nada. Fui estúpido, les creí cada palabra, confié en ellos. Pero luego lo noté, me di cuenta del patrón de pérdidas y de las causas, establecí la relación... En ese momento me volví una amenaza.
Tomó una bocanada de aire.
     —Discutí con ellos, les dije que su periodo de reinado ya había terminado... Y en menos de dos horas entraron a mi oficina, me golpearon y amarraron para traerme hasta acá.
Yo no decía nada. No me movía. A tal punto me encontraba que por un momento no supe si seguía respirando.
     —Chelina... Esto es va más allá de ti y de mí. La Navidad depende de nosotros, y todos esos niños... —su rostro, por un momento, mostró una expresión que nunca me imaginé visualizar en él: fue como si tuviera una conexión con esa simple palabra, como si el mencionarla le transmitiera tanto, como si lo llenara —Ellos no son pueden pagar por mis errores.
Trató de balancearse un poco al frente, y me enfocó con sus grandes cuencas oculares.
     —En este momento, está en lo que decidas, la posibilidad de acabar con el poder de la POT y de salvar una maravillosa festividad que le trae felicidad a millones de personas —le sostuve la mirada. Sentí una opresión sobre todo mi cuerpo —. Seguro que eso es lo que tu abuelo habría querido que hicieras.
Mi labio volvió a temblar, y el llanto —que para este punto ya parecía interminable —amenazaba con regresar, pero lo detuve.
Como un flash, mi mente se vio envuelta en un recuerdo, uno que parecía haber estado siempre en mi cabeza, pero que con el tiempo había olvidado que estaba allí.
Tenía al rededor de seis años. Estaba a un lado de la camilla en la que mi abuelo pasaba la mayor parte del tiempo, debido a que ya estaba en un estado grave de salud. Yo le sostenía la mano.
     —Tal vez no lo sepas aún, Chelina, pero tú naciste para dejar tu marca —soltó de pronto, entre unos pocos quejidos. Yo no hablaba mucho, me agradaba más la idea de escucharlo —. Desde que te vi por primera vez lo supe... Tú no eres como los demás, tú eres la que puede cambiar todo.
Se vio interrumpido por la tos, a lo que yo le acerqué un pañuelo; pequeñas manchas rojas lo cubrieron.
Se levantó un poco de la camilla, con más esfuerzo del recomendable, y se inclinó para mirarme más de cerca.
     —Tú serás la diferencia... sólo tienes que atreverte a serlo.
Ese momento le resté importancia y lo dejé pasar —lo único que deseaba era ver a mi abuelo como antes —. Ahora, era sorprendente el significado que esas palabras habían cobrado.
Y con eso, y con ayuda de un par de parpadeos, regresé al tiempo y al espacio actuales.
No necesité más para tomar una decisión.

Chelina ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora