Cuando todo terminó

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Era totalmente extraño –y doloroso –mirar su lápida, en medio cientos más, en el cementerio. Su nombre siempre me había parecido algo bello e incluso divertido, pero el verlo ahí grabado no dejaba más que un sentimiento agridulce, una sensación que me formaba un nudo en el estómago y provocaba que mis ojos se aguaran.
"Ty Edwell Sillering".
Aún sin importar que hubiera pasado ya un año de eso, seguía doliendo. El imaginar que si algo hubiera sido diferente, habría podio estar aquí conmigo, vivo, me atormentaba. Al menos podía presumir que me sentía mejor que antes.
Ya había dejado de llorar todas las noches al mirar su fotografía.
Coloqué las flores frente a la tumba, y después volví a mi posición anterior, de manos juntas; sólo miraba en silencio, cada vez que venía.
A veces pensaba que si estaba lo suficientemente callada, podría escuchar uno de sus susurros, esos que ya había escuchado un par de veces, esos que me recordaban que él estaba bien, y que yo era fuerte.
Miré las dos lápidas contiguas a la suya: la de mi abuelo y la del Sr. Johan.
Al principio, ver esas tres tumbas juntas había sido algo demasiado abrumador, tanto que me era imposible venir sin mis padres, sin necesitar de alguien a quien sostenerme para no desplomarme. Ahora, sin importa qué tan intensa fuera la nieve, venía todas las semanas.
De pronto, escuché unas pisadas, y sentí una pequeña presencia a mis espaldas. Ni siquiera tuve que preguntarme quién era, porque lo sabía:
—Tu abuela se enfadará si descubre que volviste a escaparte, Killy —dije, sin mirar atrás. Sentí su pequeña mano deslizándose dentro de la mía, y se la sujeté. La hermana de Ty tenía nueve años, sin embargo, daba apariencia de ser más pequeña... aunque era muy inteligente.
—Se quedó dormida. Seguro llegaré antes de que despierte —arguyó, mientras me miraba, tratando de hacer una de esas típicas sonrisas, pero sin lograrlo muy bien.
Ambas miramos hacia al frente, en silencio. Algunas veces, nos quedábamos así por minutos, y ninguna de las dos se sentía mal con ello.
Me vino a la cabeza el recuerdo de aquel día, aquel trágico día para la familia Sillering: cuando me atreví a contarles lo que había pasado con Ty.
Había regresado del viaje con Papá Noel, y el auge de la fiesta de Navidad en el taller había pasado ya. La mayoría de las personas estaban regresando a sus hogares, y cuando mis padres y yo regresamos al nuestro, las luces que se notaban aún encendidas en la casa al otro lado de la calle, me llamaban; y al mismo tiempo, las voces en mi cabeza me gritaban que huyera a prisa de ahí.
—Tienes que ir —soltó de pronto mi padre, posando su palma en mi hombro, y dándome una mirada de apoyo, al igual que mi madre, a su lado.
Los miré, y al final asentí, pues tenían razón. Pero no me moví, y al menos no lo hice hasta cinco minutos después, entretanto pensaba cómo lo diría.
No estaba preparada para ello, pero seamos sinceros: nunca habría podio imaginar que me encontraría en esta situación.
Di un paso, luego di otro. Era un simple movimiento de pies, pero hasta eso se me dificultaba. Tenía la esperanza de que una tormenta comenzará a arrasar con todo antes de que pudiera llegar frente a la puerta, pero no fue así.
Toqué suavemente. Recé para que no lo escucharan, pero tampoco ocurrió lo que pedí.
El destino o la suerte me odiaban; tal vez ambos lo hacían.
Me abrió su madre, cosa que me ayudó a comprobar lo anterior.
—¡Monos de nieve, Chelina! Juro que apenas iba a ir a buscarte a tu casa.
Por alguna razón, tragué saliva al escucharla.
—¿Puedo pasar, señora Sillering?
—Claro, pasa —contestó, y se hico a un lado para darme paso.
Mis manos estaban atrás de mi espalda, y por un momento volví a sentirme como una niña pequeña, cabizbaja, como si estuviera a punto de confesar que había hecho una travesura.
—¿Qué es lo que te trae por aquí? —cuestionó, mientras tomaba un abrigo de la mesa del comedor, y un par de cosas más que no alcancé a divisar.
Iba a comenzar a hablar, pero al abrir mi boca, no emanó ningún sonido de ella.
La duede, al notar que la había estado mirando, soltó una risilla.
—Lo siento, es que estoy de salida. ¿Sabes dónde está Ty? Voy de camino a buscarlo —cuando pronunció aquello, noté una punzada en los párpados, y sentí una lágrima amenazante. Miré para otro lado, para que no lo notara, y me limpié el dorso de la mano despistadamente.
—De hecho, yo... —inhalé profundo, porque las palabras comenzaban a atorarse en mi garganta y pedían a gritos salir ya. Mas, al querer evitar la mirada confusa de la señora Silllering y pasear la mía por la sala... terminé dando con una fotografía enmarcada en una de las paredes: era de Ty.
Mi labio inferior comenzó a temblar, luego sentí como todo mi caparazón se cayó, pedazo por pedazo. Un río de lágrimas resbaló desde mis párpados y empapó mis mejillas. Mi piel se tornó caliente, y seguro había tomado un color rojizo. Quise cubrirme el rostro con las manos, pero supe que ya era demasiado tarde; estaba hecha un desastre.
Retomé esa horrible sensación que ya me era conocida, aquella en la que todo dolía.
—¿Estás bien, querida? —se me aproximó, pero el estar consciente de eso no hizo más que agravar la situación, así que retrocedí, casi rogándole con mis gestos que detuviera su paso... al parecer no lo entendió, pues no se detuvo.
Mis chamorros toparon con el sillón, así que terminé cayendo sobre él.
Fue en ese punto en el cual me caí por completo, y comencé a sollozar como nunca.
El dolor era más intenso estando ahí, en la que había sido su casa, frente a la duende que había sido su madre... y que aún no sabía lo que le había sucedido.
Suponía que ya era demasiado tarde para escapar.
—Por todos los pinos, Chelina. ¡Dime qué sucede! —exigió, con una repentina histeria, que casi me tomó por sorpresa. Levanté la mirada, y casi doy un salto cuando me di cuenta que sus párpados estaban rojos, apuntó de llorar. No lo sabía con certeza, pero parecía que mi comportamiento me había delatado... y tal vez lo había hecho más doloroso —Es lo que... ¿Tiene que ver con Ty, cierto?
No dije nada: más porque no pude a causa del llanto, que por otra cosa.
Mi silencio no hizo más que afirmar su oración, y ahí fue cuando ella también se rompió, frente a mí.
—Como siento no haber podido salvarlo... —logré pronunciar por encima de nuestros lloriqueos.
Me atrajo hacia sí, y entre las dos nos estrujamos, como si necesitáramos algo a lo que aferrarnos, y no tuviéramos a nada más. Era como si tuviera un agujero negro en el pecho... y algo parecido en el estómago —. ¡Él me salvó, señora Sillering!... ¡No sé por qué lo hizo, no debió...!
Y los llantos siguieron.
—Al menos su muerte no fue en vano —dijo contra mi cabello, durante ese pequeño lapsus en el que pudo dar un respiro, y dejar de llorar. Pero como dije, fue sólo un lapsus pequeño.
Su padre, bajó las escaleras, apresurado. Parecía haberse estado preparando también para salir en búsqueda de su hijo, pero imagino que los sollozos lo habían alertado de que algo no estaba bien.
Sólo se quedó ahí, mirando. Supongo que no tardó mucho en deducir lo que estaba pasando, y el aspecto de su mujer no hizo más que comprobar sus hipótesis.
La señora Sillering lo miró, y él... Bueno, pareció haber entrado en estado de shock; no se movió de su lugar por unos minutos, y después, como si hubiera despertado de un sueño, pareció que estaba por desplomarse. Se sostuvo a lo que tuvo cerca.
Y la cosa empeoró cuando Killy se asomó por el hueco de las escaleras, de manera curiosa (su abuela iba detrás de ella). Sus padres esperaron a estabilizarse para decirle lo que estaba pasando, y ella se mantuvo atenta a sus palabras. Lloró, claro que lo hizo, pero mucho menos que todos nosotros. De pronto tuvo una sonrisa, y le aseguró a sus padres que Ty no nos había abandonado.
Y a mí me constaba que no lo había hecho.
Para el siguiente día, Papá Noel accedió a llevarnos a recoger el cuerpo de Ty al bosque de los hielos brillantes en su trineo. Killy disfrutó el viaje como nunca, pues se permitió olvidar durante un momento todo lo horrible, para apreciar lo bello del momento.
El cuerpo de Ty estaba donde lo había dejado. La mancha de sangre ya estaba seca, y su piel se había tornado de un tono gris.
Al volver, se llevó a cabo la ceremonia de su entierro. Se acostumbraba que todos los duendes de la aldea asistían a este tipo de cosas, y así ocurrió.
El dolor no disminuyó los días siguientes... ni las semanas después de eso.
Fue algo que me llevó tiempo, sin embargo, un día... sentí un algo, un mensaje, un susurro de él, pidiéndome que continuara con el camino, que no me detuviera ni me desplomara por su ausencia. Me recordó de lo que era capaz, y que era suficientemente fuerte para sobrellevarlo.
Y, con su ayuda, pude hacerlo.
—Lo extraño —de pronto la pequeña rompió con el silencio del cementerio.
La miré y sonreí con tristeza.
—Yo también.
Después de eso, la pequeña se giró en mi dirección y, con una seña de dedos, me pidió que me acercara, como si fuera a contarme un secreto. Yo me agaché a su altura, y ella se puso de puntillas. Luego, preguntó con susurros en mi oído:
—¿Tú también lo has visto?
Tenía una expresión nerviosa; se mordía la punta del dedo gordo de la mano.
Imité sus señas y le susurré de vuelta:
—Sí. Un par de veces.
Killy se apartó y dejó salir un suspiro de alivio que me hizo reír.
—¡Creí que me había vuelto loca!
—Tal vez las dos estemos locas.
—Eso sería divertido —externó sonriente.
Luego, las dos volvimos a mirar hacia al frente.
—Aún pienso que verlo algunas veces no es suficiente. ¡Quiero que vuelva! —dijo lo último como un puchero.
Yo le estrujé levemente su pequeña mano.
—Yo igual, pero supongo que tendremos que conformarnos con eso. Después de todo, lo vemos más que todos los otros.
Eso provocó que sonriera.
—Vamos, hay que volver a casa.
—¡Quiero galletas de jengibre con chocolate! —pidió con emoción, mientras saltaba, agitando su cabezo castaño que, con la luz del sol, parecía adquirir un tono rojizo.
La cargué en mis brazos y me encaminé a la salida del cementerio.
—Galletas de jengibre con chocolate serán.

Chelina ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora