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La palabra que mejor describía a la familia Mendeley era perfecta. Cualquiera que viese al exitoso y atractivo matrimonio acompañado por sus dos bellos y educados niños pensaría así. Charles, el padre, era un exitoso hombre de negocios que cada día, hora, minuto y hora ganaba millones de libras. Su imponente estatura, con casi dos metros, así como su profunda voz, que sonaba atronadora en cualquier lugar, podía hacer que cualquiera se sintiese pequeño a su lado. Charles era consciente de ello, y le gustaba proyectar esa imagen, ayudándose para ello de otros recursos, como peinar su oscura melena hacia atrás con gel fijador, para que ningún pelo pudiese escapar y arruinar su aspecto. Su armario, si bien clásico, mostraba que gastaba dinero en él. Trajes hechos a medida en Saville Row, corbatas de seda, infinitos gemelos para sus camisas, bordadas con sus iniciales, zapatos italianos... componían la mayor parte de su vestuario. La imagen era todo, y él lo sabía desde pequeño.

No por nada su familia pertenecía a una de las más prestigiosas. Con seis años sus padres lo enviaron a un internado en Suiza, donde permaneció hasta que cumplió doce años. Entonces, cambió el internado suizo, por uno en Inglaterra. La educación era importante, solía decir su padre, pero los contactos que hagas en los colegios te ayudarán en la vida, por lo que es fundamental estudiar en internados exclusivos. Contactos, decía su padre. No amigos. La amistad en el nivel económico en el que su familia se movía no existía. Todo era hacer contactos, para cerrar negocios, y seguir enriqueciéndose. El límite no existía. Uno nunca ha amasado suficiente dinero, siempre se puede tener más. Lo único que la familia de Charles no tenía era un título. Podían ser los más ricos del planeta, pero la ausencia de un título nobiliario le cerraba el acceso a ese círculo, donde, si bien el dinero era importante, el prestigio de pertenecer a la nobleza era lo que daba el estatus.

Charles fue consciente de ello cuando un verano, de vacaciones en la casa que sus padres tenían en algún pueblo perdido de Italia, cuyo nombre solo conocían aquellos como ellos, vio a su padre tirar un teléfono contra la pared. Ese arrebato de furia no sorprendió a un Charles de quince años, pues no era extraño ver a su padre encerrarse en su despacho, pegando un portazo, y despotricando sobre la última persona que había osado a negarse a hacer negocios con él. Lo que fue extraño fue que en esta ocasión, su padre se giró, vio a Charles y con los ojos cargados de furia, le dijo unas palabras que se quedarían en su cabeza toda su vida, "Putos nobles. Se creen mejor que nosotros por tener un jodido título que hace 500 años un jodido rey decidió dar a su jodidos antepasados". En ese momento Charles se dio cuenta de dos cosas. La primera, que a su padre le gustaba usar en demasía la palabra jodidos. La segunda, que ahora entendía porqué él tenía que pasar el verano con sus padres en Italia, mientras otros chicos de su clase con menos dinero que su familia, habían sido invitados por William Blake a pasar el verano en la Costa Azul. Todos ellos tenían algo que él no tenía. Un título nobiliario.

Por eso, cuando con veintiocho años conoció a Sarah, se propuso casarse con ella. El que Sara fuese guapa, elegante, y, lo más importante, tuviese un título nobiliario, fue lo que llevó a Charles a intentar conquistarla. Restaurantes exclusivos, viajes por todo el globo, champán, y sobre todo, joyas, fue lo que conquistaron a Sarah, que acabó aceptando casarse con Charles. La prensa de sociedad describió la boda como "el evento más elegante del año". Porque eso era lo que Charles y Sarah transmitían como pareja, elegancia.

Por primera vez en su vida, Charles se desentendió de algo. Le puso un presupuesto a su prometida, que aumentó en varias ocasiones, asegurándole que no se arrepentiría, y dejó todo en sus manos. Sarah sabía lo que hacía. No por nada su padre había insistido en que su hija recibiese una excelente y refinada educación que le permitía distinguir cuando alguien servía té de calidad o de supermercado, qué vino era el más adecuado para un almuerzo consistente en bellos platos con reducidas porciones de comida con el animal que estuviese de moda en ese momento, desde erizo de mar, caracoles, o carne de avestruz de una farmacia perdida en Australia. Sarah conocía todos esos pequeños detalles en lo que Charles hasta entonces no consideraba importantes. Pero, como Sarah no se cansaba de repetir, eran los detalles los que marcaban la diferencia.

La hija de la venganzaWhere stories live. Discover now