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Emily y Benedict Mendeley se odiaban, pero por primera vez en sus vidas decidieron que fastidiar a Alexander Pemberton era más divertido que pegarse entre ellos. Cuando lo hacían, Benedict le tiraba del pelo a Emily, que respondía con patadas allá donde acertase. Unas navidades Emily le pegó un mordisco a Benedict, dejándole una marca en el brazo. En el momento en el que su madre vio la marca en el cuerpo de su hermano, fue castigada lo que quedaba de vacaciones. Le quitaron todos los juguetes, prohibieron ver la televisión y no recibió ningún regalo. Ella se desquitó gritando que sabía que Santa Claus eran los padres y que no le importaba nada. Al parecer, el tonto de su hermano no lo sabía y se pasó toda la noche llorando.

Aquel incidente les sirvió a ella y a Benedict para darse cuenta de algo, podían pegarse todo lo que querían, pero sin marcar al otro. Sí sus padres no veían nada, no les podían castigar. Sabían que mientras sacasen buenas notas y se comportasen educadamente en público, sus padres iban a ignorar los comentarios del ejército de niñeras que desfilaban por esa casa. Ninguna duraba más de dos semanas, pero el matrimonio Mendeley parecía no ser consciente de los repentinos cambios de cuidadoras. Estaban tan ocupados trabajando, acudiendo a galas benéficas, gastando su dinero en ropa de diseño e ignorando a sus hijos, que no tenían ganas ni interés en aprenderse los nombres de aquellas desconocidas, ni el motivo de sus quejas, y despidos. La ayudante de la secretaría de Charles era la responsable de contratar a aquellas mujeres, así que su primer contacto con ellas podía ser en el rellano de la puerta, en la cocina, o en el cuarto de juegos de los niños. En aquellas ocasiones los padres se quedaban mirando a la niñera de turno, que sentía como leían su alma, a la vez que era ignorada, como si no estuviese ahí.

Charles y Sarah Mendeley tenían ese poder, conseguir que todo el mundo se sintiese ínfimo y poco adecuado. Sus hijos eran los que más desdén sufrían, pero de vez en cuando, como un rayo de luz durante una tormenta, sus padres mostraban cierto interés e incluso cariño, en sus hijos. Como cuando Sarah permitió a Emily que se quedase con ella una noche en el dormitorio mientras se preparaba para ir a otra de sus elegantes fiestas. La niña miró hipnotizada a su madre, que se estaba poniendo unos pendientes de diamantes que brillaban como una estrella en una noche oscura. "Algún día serán tuyos", comentó Sarah despreocupadamente mirando a su hija con una sonrisa. Emily guardó esa sonrisa en su corazón. Su madre sonreía, pero rara vez iba dirigida a ella o a su hermano. En algún momento su padre había entrado al dormitorio, pero ella no lo había notado, tan centrada estaba en su madre. Fue cuando le acarició la cabeza que se dio cuenta de que estaba ahí. Instintivamente se giró, y le abrazó las piernas. Charles se agachó, cogió a su hija en brazos y le dio una beso en la frente. "Se te va arrugar el traje", oyó a su madre decir. Su padre la dejó de nuevo en el suelo y salieron del dormitorio, dejándola a ella ahí, olvidada en el centro de la habitación. No sabía qué hacer, qué sentir, pero sabía que ese había sido un momento especial entre ella y sus padres. Un minuto después, la niñera que les estaba cuidando entonces entró al dormitorio y la sacó de allí. Esa noche Emily, en una de esas raras ocasiones, se portó bien. No tiró la cena al suelo, no discutió con su hermano, a pesar de los ataques de este, ni gritó al personal de la casa. Se quedó sentada, quieta, sintiendo esa ola de cariño de sus padres.

Las pocas semanas al año que Emily y Benedict coincidían en el mismo espacio eran una guerra continúa. El personal que trabaja para sus padres en casa lo sabía y les evitaban todo lo posible, temiendo el momento en el que llegaban, y deseando que se marchasen en cuanto ponían un pie en la casa. Un año Benedict le cortó el pelo a todas sus muñecas, para luego darles un baño en el retrete en el que acababa de orinar. Las muñecas acabaron en la basura. En otra ocasión Emily le tiró un libro a la cabeza con tan buena puntería, que la esquina le dio en el ojo.

La hija de la venganzaWhere stories live. Discover now