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El resto del fin de semana simplemente pasó. Charles Mendeley y Julien Pemberton cerraron el acuerdo el sábado por la mañana. Los Mendeley podían haberse ido en ese momento, pero Victoria insistió en que se quedasen lo que quedaba de fin de semana. Argumentó que recibían pocas visitas, y que probablemente no volviesen a verse ahora que el trato estaba cerrado. Sería una pena que se marchasen, con el buen tiempo que hacia. Podían celebrarlo dando un paseo por el campo. Llevarían comida y celebrarían un picnic.
Sí Victoria hubiese conocido a los Mendeley un poco, habría notado que ni a Sarah ni a los niños la perspectiva de andar por el campo y comer como salvajes les apasionaba. Seguro que habría bichos, haría calor, sudarían y su piel enrojecería. Sarah jamás dejaría que nadie la viese de forma que ella no considerase perfecta. Le había costado mucho forjar su imagen pública, para que esta se echase a perder por ir a buscar setas o cualquier tontería que se le ocurriese a Victoria Pemberton. Así que, con la excusa de tener jaqueca, se quedó en el dormitorio leyendo revistas. Que se ocupase su querido Charles de todo por una vez. Al fin y al cabo, había sido él el que lo había arrastrado a ese lodazal. Sería divertido ver cómo intentaba controlar a esos demonios que había dado a luz, mientras mostraba la mejor y más falsa de sus sonrisas para los Pemberton.
La tarde pasó tranquilamente. Sin ruidos, sin carreras ni llamadas de sus hijos para escuchar cómo se lanzaban acusaciones el uno al otro. Ese día, ninguna arruga la saldría por culpa de esos niños. El silencio duró hasta las siete de la tarde, cuando, como si se tratase de una manada, empezó a oír ruidos en la lejanía. Primero pensó que tal vez era algún pájaro, pero pronto le quedó claro que estaban volviendo del paseo. Sus hijos, llenos de barro. Su marido hablando animadamente con los Pemberton. Pudo ver incluso cómo se reía de algo que Victoria había dicho. Ese matrimonio, reflexionó Sarah mientras les observaba caminando cogidos de la mano, como adolescentes, parecía que se quería. Casarse por amor, tan de clase media.

Si algo le habían dejado claro desde pequeña, es que el amor no era para la nobleza. Era para el resto. El amor solo era posible para aquellos que podían decidir sobre quién enamorarse. Y ella jamás había tenido esa opción. Tan solo decidir con quien casarse, siempre y cuando contase con la aprobación de su familia. Miró a Charles, que se estaba desnudando para ducharse antes de cenar. Dentro de las opciones que tuvo cuando fue jovencita, sin duda su marido había sido la mejor. De su edad, atractivo, y con un brillante futuro económico. Tal vez tuviese algún vicio oculto, o eso creía él, pero sabía que podría haber sido mucho peor. Podría haberse casado con un viejo. Con un noble empobrecido. O con uno de esos rusos llenos de dinero, pero sin ninguna clase. Incluso podría no haberse casado. Casarse con Charles Mendeley no era una tortura. A veces se lo pasaban bien.

La cena consistió en una variedad de platos basados en las setas que habían cogido los Pemberton y su familia en el bosque. Sarah no podía decir que sabía mal, pero sin duda, carecía de inspiración. Después de cuatro mordiscos, todo le sabía igual. Curiosamente, tanto su marido como sus hijos estaban entusiasmados con la recolección que habían hecho. Quien diría que les gustaría llenarse de barro y andar entre árboles, como si fuesen pastorcillos. Incluso parecía que los niños no se habían peleado entre sí, todo un acontecimiento. Miró al hijo de los Pemberton, que observaba con una sonrisa como sus hijos discutían sobre quién había encontrado el ejemplar más grande. Ese niño era digno hijo de sus padres, con una sonrisa de bobalicón y demasiado bueno para su propio bien. Se notaba que su vida no había pasado por ningún contratiempo. Al menos sus hijos tenían que compartir el amor de sus padres. Esperaba que según creciese espabilase un poco, o recibiría más de un golpe en la vida.

La mañana del domingo ambas familias se despidieron. Los hombres se dieron la mano, prometiéndose seguir en contacto. El cerrar ese acuerdo esperaban que fuese el inicio de más negocios. Victoria Pemberton se despidió de Sarah con una cálida sonrisa. Esta oyó como su hija le decía al hijo de los Pemberton que no era tan tonto como había creído. El niño sonrió, agradecido por el comentario de su hija. Una vez en el coche, mientras se alejaban del castillo, Charles explicó a su familia la cantidad de dinero que ganarían con ese acuerdo. Nada podía fallar, Julien Pemberton era un genio de los negocios.

La hija de la venganzaWhere stories live. Discover now