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Cuando Emily y Benedict empujaron sin previo aviso a Alexander a la piscina, este no tuvo tiempo de reacción. Estaba hablando con ellos, y al segundo siguiente notó un empujón y el agua. Se hundió en la piscina como si fuese una piedra, lentamente, sin que su cuerpo respondiese. Después de unos segundos su cerebro reaccionó y salió a la superficie. Una bocanada de aire llenó sus pulmones. Habían sido unos segundos, pero el susto había sido grande. La ropa que llevaba no pesaba mucho, pero tampoco era tan ligera como un bañador. Con un poco de esfuerzo nadó hacia la escalera más cercana y salió de la piscina. Hacia unos minutos no le parecía que hiciese frio, pero ahora que estaba completamente empapado sintió el aire, erizándosele la piel como si fuese una gallina. Como suponía, ninguno de los dos hermanos se habían quedado a esperar que saliese al menos a la superficie. A lo lejos vio como Benedict entraba en la casa, pero a Emily no la vio.

Se quitó el jersey que llevaba y lo estrujó en un intento de escurrir el agua. Un charco se formó a sus pies. Se quedó con la camiseta y los pantalones empapados, notando como le caía el agua del pelo. Agitó su cabeza como un perro, lanzando gotas de agua por todas partes. Al andar sentía las zapatillas, empapadas también, como si caminase sobre barro, así que se las quitó también.

Esperaba no cruzarse con nadie de vuelta a su dormitorio, para no tener que dar explicaciones. Porque, ¿qué iba a contar? ¿Que esos dos hermanos le habían tirado a la piscina sin motivo alguno? No, él no haría eso. No era un quejica ni un soplón. Era incapaz de hacer eso. Como era incapaz de comprender qué acababa de suceder. Había acabado en el agua a pesar de haber sido agradable con esos dos hermanos.

 ¿Habría sido demasiado pesado enseñando la casa y contándoles historias? A él le encantaba escuchar historias sobre su castillo, peor tal vez a esos dos niños de ciudad los castillos les daban igual. Tal vez había presumido demasiado de sus juguetes, pero cuando les propuso jugar con él, ninguno de los dos había mostrado interés alguno. Tal vez simplemente eran bromistas. Pero se dio cuenta que si lo fuesen, habrían esperado a que saliese para reírse con él y decirle que era todo una broma. No, nada de eso tenía tenía sentido. Por más que lo pensase, no se le ocurría ningún motivo bueno para que dos niños que acababa de conocer decidiesen tirarle a la piscina sin previo aviso.

Mientras se dirigía pensativo a la casa notó como una de las cortinas del primer piso se movía. Miró y ahí estaba ella, mirándole fijamente. Emily le había parecido simpática al principio, pero ahora que la veía ahí, observándole desde su casa mientras él estaba empapado por su culpa, un escalofrío recorrió su cuerpo. Entonces lo entendió. Emily y Benedict eran malos. Que alguien pudiese ser malo era algo que hasta entonces Alexander no había considerado nunca. Sabía que había profesores estrictos, niños que molestaban a otros niños, adultos serios y gruñones, pero en ningún momento Alexander los había definido como malos. Era la primera vez en su vida que pensaba que alguien era malo y ese pensamiento turbó al niño.

Por fortuna no se encontró con nadie en el camino. Cuando entró en su dormitorio, se cambió de ropa justo a tiempo antes de que su madre apareciese en la habitación para llamarle a cenar y recordarle que se lavase las manos. Recogió la ropa y la metió en el cesto de la ropa sucia que había en su baño. Abrió el grifo y dejó que el agua mojase sus manos, esperando que borrase el episodio con los hermanos Mendeley, pero sabía que algo dentro de él, de la forma en la que veía a la gente había cambiado.

Su madre no había parecido notar que se había cambiado de ropa y tenía el pelo mojado. Sabía que estaba nerviosa por la visita de los Mendeley, así que no le extrañó esa falta de detalle. Su madre por lo general estaba atenta a todos sus movimientos, si bien cuando se sumergía en alguno de sus proyectos, como el huerto que plantó hacía dos años, o las reformas de la biblioteca del invierno anterior, tendía a ignorar los detalles a su alrededor, inmersa en su propio mundo. Veía el plano general, pero no las minucias, las diferentes partes que conformaban el todo. Su padre en cambio era un observador nato, por lo que si bien no le preguntase esa noche porqué tenía el pelo mojado, sabía que cuando estuviesen solos lo haría.

La hija de la venganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora