CAPÍTULO OCHO- La Gran Ceremonia

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Cuando me anunció que todo había acabado, que había conseguido romper la Gran Maldición y que por tanto los goblins oscuros eran libres para ser, oficialmente, su pueblo, me pilló en el momento con menos glamour del mundo. Me estaba depilando las ingles en el baño. Había decidido ir a la piscina, porque ya no aguantaba el calor, y estaba ya que me podía hacer trenzas en la zona que el bikini dejaba visible, así que me había puesto a hacer la primera poda. Me lo contó en un audio, como si me estuviera relatando que iba a comprar el pan o que se había encontrado cinco euros en una alcantarilla. Como si fuera lo más normal y mundano del mundo. También me dijo que estaba cordialmente invitada a la Gran Ceremonia, en el Palacio Secreto de los goblins oscuros, y la forma en la que lo pronunció me dejó bastante claro que todas estas palabras iban con la primera letra en mayúscula. Que era algo muy importante. Me indicó que me llegaría un vestido, y me pareció la cosa más anticuada del mundo.

Yo llevaba semanas sin ver a mi novio, viviendo en una casa vacía y pensando en la posibilidad de adoptar un par de docenas de gatos que llenaran ese hueco que se estaba creando en mi corazón. No me hacía falta que me mandaran un vestido. ¿Una prenda de ropa iba a arreglar algo, iba a hacerme sentir menos sola? ¿Sabéis qué me hacía falta a esas alturas? Sexo, me hacía falta. Aunque fuera que me rozara un pezón. Me estaba subiendo por las paredes de tal manera que ya me parecía vivir en el techo.

Menos mal que tenía a Filomena para apoyarme y hacerme compañía, porque me encontraba a mí misma maravillada ante la posibilidad de alquilar el sofá del salón solo por tener contacto humano en casa. Por oler otros sobacos que no fueran los míos.

Estábamos las dos tiradas en ese mismo sofá (aún no alquilado), abanicándonos con un par de folletos del Lidl —que cabía la posibilidad de que nos los hubiera dado un zuzu— ya que ninguna quería levantarse a encender el aire acondicionado —y yo no quería porque habría que pagarlo, y con eso te pegan un señor sablazo que ni los zuzus, vamos— y yo quejándome, como siempre:

—Es que es una situación súper frustrante: ¿Quiero quedar con mi novio? Está con los goblins. ¿Quiero hablar con él por teléfono? Le han convertido en una ardilla. ¿Quiero darle un beso? Tengo que tener cuidado de que no sea un cambiaformas intentando aprovecharse de la situación. Joder, es que ya me da miedo hasta follar con él, de verdad.

—Mujer, nada podrá ser peor que aquella vez que te llamó Isabel a medio polvo.

—También es verdad —concedí, reflexionándolo y suspirando dramáticamente.

—Es solo una fase. Ahora que ha roto la maldición, todo será mejor. Ya verás.

—Llevamos poco tiempo, Filo —protesté—. Deberíamos estar en la etapa bonita aún. En la etapa de ponerse nerviosos al vernos, de que los besos te ericen los pelillos de la nuca y la ilusión lo inunde todo. La etapa esa donde aún tienes miedo a que se entere de que eres una persona humana que se tira pedos, y que hace caca, y a la que le huele la sobaquina. Yo qué sé.

—¿Ya no tienes ilusión?

—Mira, no lo sé. Lo único que sé es que me huele la sobaquina más que nunca, con este calor.

—Así que eres tú a la que olí esta mañana en el metro.. .—bromeó ella.

—Qué asco, la gente, de verdad —resoplé—. A las ocho de la mañana ya huelen como si llevaran tres raves y cuatro spartan race. Filo... No me apetece un carajo ir la ceremonia esa, si soy sincera. Hace dos semanas que no le veo el pelo y ni un triste snapchat me ha mandado. Y ahora viene con que tengo que ponerme un vestido para ir a un evento que ni siquiera sé de qué va. ¿Tendrá alguien en cuenta si quiero ir o no? ¿Habrá protocolo?

—Primera dama goblin — bromeó ella.

—Ni puñetera gracia —Le advertí yo.

—¿Puedo ir?

Su pregunta me pilló un poco de sorpresa, tanto como que se me deshiciera el agarre del folleto del Lidl, dándome en la cara. Me entretuve en volver a enrollarlo bien mientras mi cabeza trabajaba a toda velocidad. Al final, acabé suspirando:

—Bah, venga. Total, ¿a quién le va a importar?

El chillido que pegó Filo se oyó hasta en el interior del Palacio Secreto, estuviera donde estuviera situado.

***

Nos llevaron en un tractor. Lo prometo, no miento. Ojalá fuera mentira. Fuimos en metro hasta las afueras de Madrid y ahí nos subieron a un tractor. Un tractor amarillo, para más inri. Y tuve la canción pegada en la sesera semanas.

Por si fuera poco, el vestido —verde, por supuesto— era una especie de capa que cubría todo mi cuerpo haciendo que me muriera de calor. Venía con instrucciones que indicaban que era ceremonial, tradicional de las consortes de los reyes. Claro, las maldiciones se rompen cuando se tienen que romper y no era culpa de ellos que hubiera sido en pleno mes de julio, pero ¿de verdad no había una versión de verano? Si seguía sudando tanto iba a parecer que había roto aguas.

Filomena se había puesto aún más rara que de costumbre, y aún así parecía la persona más normal del mundo a mi lado. Me había recogido —ella, no yo, porque yo no sabía hacerme nada en el pelo— la melena en un moño alto para intentar paliar el calor, sin ningún éxito. Me sentía como un árbol de Navidad caminando por las calles soleadas de Madrid.

Fue un viaje largo y apestoso. El Palacio Secreto estaba en el pico de una montaña, protegido por un hechizo de invisibilidad que —sorpresa— al desaparecer generó un hedor insoportable. Ni siquiera me sorprendió, a esas alturas de la película. Del VHS, para ser más exactos.

Rober no vino a recibirnos, uno de sus goblins (que no era Lolo, que era al único que era capaz de distinguir aún a pesar de haber tenido que ver a unos cuantos) nos informó que se estaba preparando para el Ritual de investidura. Nos condujeron hacia la sala del trono, enorme, gigantesca... para la altura de los goblins, que en promedio medían metro y medio aproximadamente, los más altos. Para los demás, resultaba todo bastante ridículo. Filomena soltó una carcajada y le tuve que dar un codazo para que se contuviera un poquito, aunque a esas alturas ya me daba igual.

Cuando Rober por fin salió, ya estábamos todos en nuestras posiciones —la mía, mucho más alejada del Trono de lo que hubiera pensado— y lo hizo entre ovaciones. Había tanto goblin allí que no cabía ni un alfiler más y de hecho, Rober tuvo que hacerse paso a duras penas por el poco hueco que le habían dejado. Se le veía exultante, feliz, y por primera vez en mucho tiempo me di cuenta de que todo aquello le gustaba, que lo había aceptado y abrazado como su nueva vida. Yo, por otro lado, no.

Si imaginaba mi futuro, la vida que me quedaba por delante, veía un Máster demasiado caro que me arrepentía de haber cogido, unas prácticas sin remunerar que se alargaban para siempre y un par de gatos que se tiraban pedos apestosos y que inundaban mi Instagram hasta que todo el mundo me dejaba de seguir. Pero no veía esto. No veía goblins. Ya no le veía a él.

Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando pasó, y él lo interpretó, supuse, como un gesto de emoción por su gran día. Me guiñó un ojo y me di cuenta de que lo que hubiera necesitado era un abrazo, o algún contacto con su parte. Con el roce de pezón hubiera bastado.

La ceremonia avanzó, le echaron todo tipo de potingues encima y le colocaron una corona que más bien parecía un gorro de cumpleaños y que, de hecho, parecía necesitar la goma para no caerse de su cabeza.

Cuando terminó, Rober se acercó a mí como pudo —todos los goblins querían hacerse fotos con él— y me abrazó. Que no nos diéramos ni un triste beso después de todo lo que había pasado, de las semanas que llevábamos sin vernos, me dio el último empujón que necesitaba.

—Rober... tenemos que hablar.

«Mi madre va a estar restregándomelo en la cara para siempre».

Mi novio es el Elegido... ¿y ahora, qué? // COMPLETAWhere stories live. Discover now